Juicios Paralelos

kevin lehmann*Por Kevin Lehmann

Dando por hecho que nadie niega que los medios influyan en la opinión pública, detengámonos a ver las condiciones en las que esa influencia se produce y qué podemos hacer, desde la comunicación del poder judicial, para actuar considerando esas circunstancias.

Sin ingresar en profundidades teóricas1, digamos que es más fácil influir cuando la información refuerza una creencia previa y cuando no existen otras versiones con la potencia suficiente para ofrecerse como alternativas. Un ejemplo de esto son los juicios paralelos.

Éstos son la manera en que la sociedad llena los vacíos que deja la comunicación judicial. En el primer capítulo se dijo que no podemos convivir con la incertidumbre, por eso cuando se produce un hecho conmocionante debe ser interpretado y puesto en algún contexto, no puede quedar en el vacío. Si la comunicación judicial no llena ese vacío con la versión del expediente lo llenarán otros actores con intereses en el expediente o que pueden utilizarlo con fines propios (a veces, la policía, alguna organización social o política, etc.), los medios de comunicación, las redes sociales y la imaginación de los ciudadanos, con explicaciones no fundadas en hechos probados, pero verosímiles y menos complejas que las del expediente judicial. Los matices solamente ingresan en el debate público de estos casos cuando es inevitable o cuando un actor, como el poder judicial, necesita incorporarlos para exponer su versión. Mientras más tardan en ingresar los matices, más difícil es desarmar el sentido común instalado, el juicio paralelo.

Cabe aclarar que cuando hablamos de juicios paralelos no los confundimos ni con las “operaciones de prensa”, que son maniobras deliberadas para generar efectos públicos, ni con las conspiraciones, que son narrativas de otra naturaleza. Vamos a restringir el concepto de juicio paralelo a las explicaciones y las valoraciones realizadas fuera de los tribunales respecto de asuntos judiciales en trámite de resolución2.

Como parte del trámite judicial, los juicios se ciñen a la prueba producida, el plexo probatorio. Esa es la información que sustenta las conclusiones, tomadas en un marco compuesto por leyes, códigos de procedimiento, jurisprudencia, etc. Los juicios paralelos, en cambio, solamente requieren de información capaz de construir una narración verosímil. Esa apariencia de veracidad puede basarse en la consistencia interna de los datos que se presentan (aunque no guarden relación con los hechos), en la consonancia cognitiva y el sesgo de confirmación (información que refuerza lo que ya pensábamos sobre el tema), en un recorte satisfactorio de los datos, etc.

Veamos cómo funciona. Un hombre de 60 años, de quien los vecinos dicen que nunca se le conocieron parejas, aparece atado en una silla, desnudo, apuñalado repetidas veces. ¿Quién lo mató? Cada vez que esta pregunta es formulada en una capacitación, casi todos callan. Este ejemplo nos enfrenta con los prejuicios, porque todos saben quién lo mato. Hasta que alguien dice “un taxi boy” o “su pareja gay”. Porque, de paso, también sabemos que es homosexual. Los datos que construyeron ese verosímil no pertenecen a la víctima (de quién no sabemos nada), ni al expediente: pertenece a nuestros esquemas cognitivos, a los mapas mentales con los que simplificamos la realidad y la decodificamos. Esos esquemas y esos mapas también son nuestros prejuicios. Podemos formar opiniones sin el esfuerzo de construir nuevos datos, ni siquiera de recabar los existentes, alcanza con que lo que percibimos sea consistente con lo que pensamos que sabemos del tema. Si no nos impacta una versión disonante lo suficientemente fuerte como para poner en crisis lo que pensamos, esos esquemas alcanzan para formar nuestra realidad. Y con esa versión, con lo decidido en el tribunal del juicio paralelo, evaluamos la respuesta judicial. Si es consistente con es que reconstruimos sin datos, paradójicamente, nos resulta creíble; si entra en contradicción con nuestros esquemas cognitivos, desconfiamos.

Por lo tanto, es cierto que los medios y las redes sociales influyen, pero su influencia es mayor cuando inciden sobre un sentido común instalado en los ciudadanos. Cuando esto sucede, los ciudadanos aceptan la información, la creen y la hacen propia. Pasa a ser su versión de los hechos. Es importante tomar nota de esto: una información es considerada verosímil porque resulta consistente con otros elementos, exteriores e independientes de ella, que son valorados positivamente por el receptor. Si lo que se dice resulta próximo, razonable, familiar, etc., probablemente sea considerado verdadero. Técnicamente eso es lo que se denomina sesgo de confirmación, que los escándalos de Facebook, la elección de Trump y el Brexit pusieron en la agenda pública.

Es necesario destacar que no se está planteando la relación entre lo que se informa y lo que “realmente ocurrió”. No se postula una relación de verdad como condición de la aceptación de una noticia, por el contrario señalamos que es más fácil aceptar como verdadero -y actuar en consecuencia- aquello que refuerza nuestro sistema de creencias. Esto, que es casi una obviedad3, es frecuentemente pasado por alto cuando se definen estrategias de comunicación desde el poder judicial. Se insiste en dar a conocer los contenidos de las sentencias asumiendo que con eso alcanza para validar las razones de las decisiones allí contenidas. Digo validar y no explicar, para dar un paso más: comunicar, cuando se hace desde uno de los poderes del Estado, es producir un efecto que tiene repercusiones profundas en los ciudadanos. Como se dijo, no es emitir un comunicado, una gacetilla, una declaración pública. Solamente se comunica cuando se completa el círculo y la versión hecha pública ingresa efectivamente en la consideración de los ciudadanos y cuando esa versión es incorporada como válida (aunque pueda no compartirse).

Existe otra cuestión que también influye en la legitimación o la validación de las decisiones jurisdiccionales que es la razonabilidad. Nos referimos a la atribución de razonabilidad, o de falta de ella, a una decisión judicial por parte de ciudadanos no vinculados al expediente. Esto guarda estrecha relación con el juicio paralelo, aunque no es exactamente lo mismo porque no se trata de la construcción extrajudicial de un caso (juicio paralelo) sino de la interpretación extrajurídica de una decisión judicial (valoración subjetiva). Veámoslo con un ejemplo.

En la provincia de Buenos Aires una jueza de Garantías fue víctima de una enorme presión mediática y social por haber permitido que un conductor que atropelló y mató a una mujer y a su hija en un accidente permanezca excarcelado. Las pericias indicaron que circulaba por una calle poco iluminada, ligeramente por encima de la velocidad permitida y con un nivel de alcohol en sangre un poco mayor a lo legalmente tolerado.

La jueza sufrió insultos por radio (no habían redes sociales en ese momento), escraches a su juzgado, bocinazos, etc. Los ciudadanos ajenos a la causa entendían que un hombre había matado a una mujer y a su hija pero estaba tranquilo en su casa, autorizado por una jueza. Se comunicó que por aplicación de la presunción de inocencia el sospechado no estaba detenido. La enorme violencia que sus vecinos desplegaron contra la magistrada tenía su origen en la indignación que les causaba lo que interpretaban como indiferencia de la jueza y la impunidad del homicida.

¿Por qué no fue percibida como razonable la decisión judicial? Antes de responder esa pregunta miremos el caso presentado de otra manera. Contémoslo como un cuento. “Había una vez un Camarista ya mayor, con la edad de jubilación largamente cumplida, que tenía un solo hijo. El joven era un tarambana: no estudiaba ni trabajaba, salía mucho y regresaba tarde a su casa, no mostraba interés por nada productivo. Por supuesto que el juez estaba muy preocupado por esta situación. Sorprendentemente un día el chico empezó a estudiar. Ingresó en la universidad pública a la carrera de Derecho y contra todo pronóstico aprobó una materia tras otra, se recibió de Abogado, concursó en el Ministerio Público, fue nombrado y juró como Fiscal. El camarista no podía estar más feliz: había sembrado un ejemplo positivo y su hijo no solamente se había encaminado sino que había seguido sus pasos. Para celebrar la jura organizó una cena con familia y amigos. Todos querían brindar con él, pero como era una persona moderada apenas tomaba, aquí y allá, un trago de cortesía. Radiante, feliz como estaba, subió a su auto y se dirigió a su casa. Iba por una calle poco iluminada, ligeramente por encima de la velocidad permitida, cuando se le cruzó una mujer con una niña de la mano que no vio hasta que las tuvo delante, sin tiempo de esquivarlas”. ¿Qué pensamos de ese juez? ¡Pobre tipo, qué mala suerte! 

Decimos eso porque podemos identificarnos con él. Sabemos que deberá responder por lo que hizo y estamos de acuerdo con que así sea pero entendemos las circunstancias. Los ciudadanos indignados del accidente real no podían identificarse con el conductor, solamente con las víctimas y con sus familiares, con ese marido y padre de las fallecidas que vio concretarse la peor pesadilla (que compartimos): que le pase algo a nuestra familia.
Quienes reclamaban se identificaron solamente con las víctimas, pero nosotros, que también sentimos el horror de lo sucedido y el dolor de los damnificados, somos capaces de, además, sentir empatía con quien conducía el vehículo. La diferencia entre unos y otros es la información disponible, que nos permite entender sin justificar ni compartir.

Entender que no es lo mismo un asesino psicópata que un conductor, tal vez negligente o irresponsable, que provoca un accidente. Cuando el conductor tiene una cara y una historia podemos entender que la jueza de Garantías no decidió que permanezca excarcelado hasta el juicio un asesino serial que representaba una amenaza para la sociedad, sino una persona -que probablemente ya estuviese angustiada y arrepentida- que provocó un accidente sin obtener ningún beneficio por eso y sin proponérselo, que deberá responder por lo que hizo y tal vez recibir una condena. Pero, como es alguien con quien podemos identificarnos, somos capaces de entender que la jueza aplicó la ley; la decisión judicial queda fuera de la ecuación que tiene como términos a quién produjo el accidente y a quienes lo padecieron.

Estadísticamente deberíamos poder identificarnos con él porque los números indican que muchos argentinos todavía regresamos manejando el auto después de una cena en la que bebimos alcohol, y de un casamiento, y de un asado. Algunas veces la máxima permitida en la calle es 60 km/h y vamos a 67 ó 70 km/h: no corremos picadas, pero no ponemos la atención que deberíamos en no exceder el límite. También nos consta no todas las calles están bien iluminadas. La diferencia entre quien ocasionó esas muertes y una buena parte de nosotros es que no se nos cruzó una madre y su hija.

Nos resistimos a mirarnos en ese espejo de peligrosa irresponsabilidad pero si es exhibido vamos a ver los contornos de nuestra propia imagen o la de otros que conocemos y queremos. Es muy probable entonces que no surja la violencia contra la jueza o el juez de turno que evalúe que no existe un riesgo procesal que amerite encarcelar antes del juicio. Es la falta de esa información, de la historia encarnada de lo que pasó, la que produce que se activen, como en los juicios paralelos, los esquemas mentales para reemplazar la falta de datos con preconceptos.

La recomendación al presidente del Colegio de Magistrados fue: “hablen de la persona que conducía” (aclaremos que no era un juez). Funcionó bien, la conflictividad pública disminuyó inmediatamente. Este ejemplo sirve para aportar una clave a la hora de establecer la estrategia comunicacional de decisiones controversiales: poner a disposición de la sociedad información que ofrezca los contextos que rodean a la decisión técnica. Contar la historia como sucedió en la realidad, como la vivieron los protagonistas. La solución técnica (decisión jurisdiccional) nace del cruce de esa historia con la valoración que hemos establecido socialmente de las conductas, los valores, los derechos y bienes protegidos y del modo de proceder para tutelarlos. Esto es comunicar para producir identificación, que es lo mismo que decir: comunicar para que se comprendan las decisiones. No es lo mismo que comunicar para que la sociedad aprenda Derecho. Es parte del mismo vector, al final del camino se aprende Derecho, pero el acento está en las personas reales, no en los tipos ideales. Comunicar de ese modo forma parte del trabajo de asumir la representación que ejercen los magistrados y es una manera efectiva de atacar los juicios paralelos y las interpretaciones erróneas de las medidas adoptadas.

Es necesario insistir en que no construyen consensos lo que es verdadero o jurídicamente correcto sino lo que es percibido como creíble y valioso. Lamentablemente, los hechos y lo verosímil (lo que es “verdad” para cada uno) no necesariamente van de la mano. Desde hace algunos años, inspirado en la trama de una película , hago una oferta turística a los asistentes a cursos o conferencias (en general magistrados, funcionarios judiciales y periodistas): ofrezco una estadía con los pasajes y todos los gastos incluidos, con la única condición de que viaje toda la familia. Ofrezco un all inclusive a Afganistán. Nadie, nunca, levanta la mano. A partir de eso, empiezo con las preguntas: ¿quién estuvo en Afganistán? ¿quién conoce a alguien que haya estado en Afganistán? ¿quién conoce a algún afgano? ¿quién consumió alguna vez un producto de Afganistán? ¿a quién le consta que existe Afganistán??. La mayoría de nosotros carecemos de la más mínima constancia, directa y fehaciente, de que existe Afganistán…pero tenemos posición tomada respecto de lo peligroso que es. Más aún, sabemos que las versiones y descripciones que nos llegan son las de sus enemigos, con quienes están en guerra (suponiendo que exista, claro). No conocemos los datos, sabemos que las versiones que nos informan son interesadas, nunca hemos escuchado lo que tiene para decir el Ministro de Turismo de Afganistán, y sin embargo tomamos posición y no nos hacemos ninguna pregunta. La “verdad” de Afganistán no influye en la imagen que tenemos de ese país ni en nuestras eventuales decisiones respecto de él.

La relación que nosotros tenemos con Afganistán es la misma que los ciudadanos tienen con los expedientes judiciales. No podría ser de otra manera, millones de ciudadanos no pueden agolparse en las mesas de entrada a leer los expedientes; los magistrados no comunican suficientemente; los abogados de parte y los actores políticos -funcionarios, dirigentes, organizaciones- alinean sus posiciones públicas con el sentido común, de modo que lo que reclaman (fuera del expediente, aunque no pueda sostenerse dentro de él) parece razonable y justo. Las razones de los expedientes y las razones de los afganos comparten la misma debilidad estructural: deben enfrentar una interpretación paradigmática, deben ir en contra del “sentido común” instalado en torno a ellos.

¿De qué tendría que hablar el Ministro de Turismo afgano o el juez que asiste a la consolidación de un juicio paralelo durante el trámite de un expediente? ¿Si el Ministro nos mostrara estadísticas de que su país tiene menos muertes violentas que algunos países centroamericanos, iríamos?¿Y si los datos señalaran que tiene menos homicidios que Argentina? ¿Qué dato duro nos motivaría a sacar un pasaje a Afganistán?
La respuesta es ninguno, por la misma razón que las pericias forenses no alcanzan para desactivar los juicios paralelos, cuando estos están basados en narrativas consistentes con convicciones ideológicas, ni los avances científicos consiguen modificar dogmas religiosos.

Yuval Harari, señala en su libro Homo Deus que “Según una encuesta Gallup de 2012 solo el 15 por ciento de los estadounidenses cree que Homo Sapiens evolucionó únicamente por medio de la selección natural, al margen de toda intervención divina; el 32 por ciento defiende que los humanos pudieron haber evolucionado a partir de formas previas en un proceso que durase millones de años, pero que Dios orquestó todo el espectáculo, y el 46 por ciento cree que Dios creó a los humanos en su forma actual en algún momento de los últimos diez mil años, tal como afirma la Biblia. Pasar tres años en una universidad no tiene absolutamente ningún impacto en estas opiniones. La misma encuesta descubrió que, de los licenciados universitarios, el 46 por ciento cree en el relato bíblico de la creación, mientras que solo el 14 por ciento opina que los humanos evolucionaron sin ninguna supervisión divina. Incluso de los que tienen una maestría y los doctorados, el 25 por ciento cree en la Biblia, mientras que solo el 29 por ciento atribuye la creación de nuestra especie únicamente a la selección natural”

No faltan datos sino narrativas potentes, capaces de unir las necesidades de los ciudadanos con la producción de los magistrados. Para incrementar los consensos públicos del poder judicial, la comunicación judicial debe construir esa narrativa, que no es un “relato” en el sentido degradado que se da a ese término, asociado a un sesgo interesado de los hechos, sino una explicación -y la historia y el futuro- de un vínculo: el de los jueces y sus conciudadanos. Ya quedó suficientemente explicitado que esa narrativa legitimante no surge ni surgirá de manera espontánea ni inmediata -ni de ninguna otra manera- solamente porque se conozca lo que hacen los jueces y sus motivos.
Llegamos a la pregunta, formulada parcialmente desde las primeras páginas: ¿qué debe hacer la Comunicación Judicial para construir una alianza más estrecha entre los magistrados y sus conciudadanos? O, según la hipótesis que venimos sosteniendo: ¿cómo deberíamos construir un sentido común que vincule la actividad judicial, las decisiones jurisdiccionales y la existencia misma de un poder judicial independiente con las necesidades de los ciudadanos?
Claramente no alcanza con explicar lo que hacen los jueces, cómo y por qué lo hacen. No hemos superado el 20% de imagen positiva, ni siquiera redoblando los esfuerzos comunicacionales sobre los mismos tópicos.

Contando historias

Lo que creo que tenemos que hacer es contar historias. La imagen de los poderes judiciales se juega en un mapa de problemas que no es infinito. Podemos indexar ese mapa, modelizarlo y describirlo, y ofrecerle a la sociedad las soluciones posibles a esos problemas (que tampoco son infinitas ni ideales). Como hacen los cuentos y los mitos, tenemos que desplegar en una narración fácilmente comprensible, los juegos de intereses, de situaciones y de roles que llegan al sistema judicial en forma de conflictos. No de todos, solamente de los que identifiquemos como relevantes en nuestro mapa de problemas.
Tenemos que contar historias, porque esas historias activan la identificación, despiertan el deseo de un final (si es feliz, mejor, pero cualquier final es preferible a ninguno), colocan a los magistrados y a la complejidad procesal al servicio de algo concreto, tangible y deseable, devuelven la ley a su origen, etc.

Los conflictos que los ciudadanos comunes someten a la judicatura no son conflictos judiciales, son problemas humanos, más o menos complejos, pero próximos a quienes los sufren y entendibles para quienes los conocen por sus relatos.

Los poderes judiciales deben codificarlos, para poder resolverlos aplicando el Derecho, en tanto la Comunicación Judicial debe decodificarlos. No solamente “traducir la decisión judicial”, sino decodificarlos: regresarlos a su modo original, reponerles el tono, el lenguaje, mostrar los reclamos como llegaron, y adosarles la solución (temporal, porque es revisable) que les propone el cuerpo experto que se ocupa de administrar justicia. Y entonces, con algunos, modelizarlos y contarlos.

A través de los años las historias han servido para transmitir conocimientos, valores, mitos, identidad. El paraguas de una actividad tan trascendente, y de gestión tan opaca hasta hace muy poco, debe construirse para poder explicar y legitimar las decisiones de los casos concretos. No puede hacerse al revés.

A partir de entender qué tiene que ver con nosotros eso que hacen los fiscales, los defensores y los jueces, y qué podemos esperar de ellos puede reponerse la buena fe en la interpretación de la actividad judicial.

Parece simple pero no lo es. Requiere de un trabajo técnico, con herramientas del storytelling, de la comunicación, del manejo de los asuntos públicos, de la sociología, de la política y del derecho. Con el soporte de los nuevos formatos y de las nuevas tecnologías. ¿Todo eso? Sí. No hay espacio para la ingenuidad y el amateurismo en estos temas, que son delicados y tienen, todos y cada uno de ellos, incorporada la posible mala interpretación, intencional o no. Cada vez que hemos intentado una respuesta amateur, comunicando intuitivamente, se nos concedió la oportunidad de experimentar el backfire effect (el famoso “tiro por la culata”). La línea que separa la explicación de la manipulación no es tan ancha como para tomarnos esas licencias.

NOTAS:

[1] Para profundizar en este tema existe abundante bibliografía de lo que se conoce como “Razonamiento motivado” (motivated reasoning) y Disonancia Cognitiva.. Por ejemplo en: Lodge Milton y Charles Taber. 2000. “Three Steps toward a Theory of Motivated Political Reasoning” en Arthur LupiaMathew D. McCubbins, Samuel L. Popkin (Eds.) “Elements of reason: cognition, choice and bounds of rationality”. Cambridge: Cambridge University Press. Sears, David O. 2001 “The role of affect in symbolic politics “ en James H. Kuklinski (Ed.)e n Citizens and politics:  perspectives from political psychology Cambridge: Cambridge University Press

[2]“Puede a estos efectos definirse el juicio paralelo como las informaciones aparecidas en los medios de comunicación sobre un asunto sub iudice a través de las cuales se efectúa por dichos medios una valoración sobre la regularidad del proceso, y sobre las diligencias y las pruebas prácticas y sobre las personas implicadas en los hechos sometidos a dicha investigación judicial, asumiendo los medios los papeles de Acusador, Abogado defensor y/o de Juez”. https://www.fiscal.es/fiscal/PA_WebApp_SGNTJ_NFIS/descarga/MN_Intruccion3_2005.pdf?idFile=8f6617e1-fc6b-4b51-8cc5-f98b921a514e

(3) Este artículo fue escrito en 2008. Ahora, no solamente es una obviedad, sino que, con la neurociencia de moda, es casi vintage. Casi, pero no totalmente, porque “la grieta” entre quienes piensan distinto persiste e invade a otros ámbitos del debate público y privado.

 (4) Wag the Dog (en España, La cortina de humo, y en Latinoamérica como Escándalo en la Casa Blanca) es una película estadounidense de 1997, dirigida por Barry Levinson, escrita por Hilary Henkin y el prestigioso dramaturgo David Mamet.

(5) Harari, Yuval Noah, “Homo Deus. Breve historia del mañana.”. Debate. Buenos Aires, Argentina. 2016 (pág. 120).

(6) A. H. Maslow A Theory of Human Motivation, ensayo publicado originalmente en Psychological Review, 50, 370-396. (1943). Esta es una teoría clásica de las necesidades y las motivaciones, que sigue siendo interesante y esclarecedora.

 *Kevin Lehmann, Sociólogo y Licenciado en Ciencias Políticas (Univ. Complutense, Madrid). Posgraduado en Opinión Pública y Medios de Comunicación (FLACSO-INAP). Posgraduado en Control y Gestión de Políticas Públicas (FLACSO-INAP). Fue profesor titular de Poder y Medios de Comunicación, (Universidad del Salvador). Ex Director de la Agencia de Noticias TELAM y Vocero de la Federación Argentina de la Magistratura. También desempeñó labores de Consultor del BID y del Banco Mundial.

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