APUNTES SOBRE DERECHO, LENGUAJE Y LITERATURA (II)

Daniel Pintos

Daniel Pintos

Por Daniel Luis María Pintos: Juez de la Cámara Penal de Comodoro Rivadavia, Chubut.

Este trabajo pretende ser una continuación, tal como puede apreciarse ya desde su título, de uno anterior publicado en El Reporte N° 16 del mes de diciembre de 2007. Allí, mayormente, se había procurado llamar la atención sobre la importancia que la Filosofía del Derecho, le ha dado a los vínculos entre el discurso jurídico y el discurso literario. Autores nacionales como Cárcova y Marí, se ocuparon de “los posibles enlaces entre el derecho y la literatura”, o de la construcción de “un puente” (y no solo una pasarela) entre ambos, con la finalidad de afianzar la influencia recíproca entre estos “dos polos de una conexión presunta”. Para ello, se trabajó sobre todo con las analogías en el proceso de producción discursiva, por una parte, y de la literatura, por el otro.

En el presente, se intentará profundizar en los conceptos de interpretación y aplicación de normas jurídicas, como modelo de una tarea hermenéutica. Básicamente, se sigue en este análisis el estudio de Hans-Georg Gadamer, autor también citado en el trabajo anterior, titulado: “Texto e interpretación” (1984), y que fuera publicado en la obra “Verdad y método II”, tercera edición, Ediciones Sígueme-Salamanca 1988, págs. 319 y ss.

I.- Resulta innumerable la cantidad de veces que hemos leído, por ejemplo en los fallos de la CSJN y Superiores Tribunales de provincia, que “la primera fuente de interpretación de la ley es su letra, sin que sea admisible una inteligencia que equivalga a prescindir de su texto”; o bien que, cuando aquella (la ley) “no exige esfuerzo en su hermenéutica debe ser aplicada directamente, con prescindencia de consideraciones que excedan las circunstancias del caso expresamente contempladas por la norma”.

También se sostiene, respecto a dicha “letra”, que “las palabras deben entenderse empleadas en su verdadero sentido, en el que tienen en la vida diaria”; y en algunos casos se afirma que, cuando un “enunciado normativo” contiene una regla semánticamente autosuficiente, “exenta de vaguedades o ambigüedades que lleven a confusión”, entonces la gramaticalidad de la norma perjudica una interpretación distinta “y se erige en vallado insalvable que impide la apelación a todo otro canon de interpretación”.

Si bien estos criterios jurisprudenciales parecieran mostrar una preferencia por el método de la interpretación literal, no puede obviarse que en tantas otras oportunidades, o más inclusive, también las decisiones judiciales han llamado la atención sobre la necesidad de que la tarea interpretativa se haga “armónicamente teniendo en cuenta la totalidad del ordenamiento jurídico y los principios y garantías de raigambre constitucional, para obtener un resultado adecuado, pues la admisión de soluciones notoriamente disvaliosas no resulta compatible con el fin común, tanto de la tarea legislativa, como de la judicial”, de lo que se desprende que “no es siempre método recomendable, el atenerse estrictamente a las palabras de la ley, ya que el espíritu que las nutre es lo que debe rastrearse en procura de una aplicación racional, que avente el riesgo de un formalismo paralizante”, por lo que se prescribe “buscar una valiosa interpretación de lo que las normas, jurídicamente, han querido mandar”, a fin de evitar la que sea disfuncional “pudiéndose arbitrar otras de mérito opuesto”.

En esta última línea, y a título meramente ejemplificativo, también se sostiene más ampliamente, que la interpretación de la ley “debe dar preeminencia a su espíritu, a sus fines, al conjunto armónico del ordenamiento jurídico, y a los principios fundamentales del derecho en el grado y jerarquía en que estos son valorados por el todo normativo”, cuando la inteligencia de un precepto, basada exclusivamente en la literalidad de uno de sus textos, conduzca a resultados concretos que no armonicen con los principios axiológicos, o arribe a conclusiones reñidas con las circunstancias singulares del caso.

Tal como lo ha expuesto Hart -en “El concepto de derecho”-, la legislación y también el precedente judicial se caracterizan por tener una “textura abierta”, de manera que en algún momento de su aplicación las pautas o criterios de conducta que comunican, resultarán ser “indeterminadas”, ya que la técnica legislativa utiliza términos generales del lenguaje humano, y siempre hay un punto donde puede dudarse si el caso se encuentra o no comprendido en la norma. A su vez, ella llevará a que el intérprete o el juez deba hacer uso de la discreción, en el sentido que elige o decide incluir o excluir un caso nuevo en la norma que contempla casos generales, elección que no puede ser arbitraria, ni irracional.

El interrogante que formulamos, entonces es: ¿en qué medida la interpretación jurídica depende del texto a aplicar? Además, si en los casos en que se aparta de él, ¿se corre peligro de desconocerlo o inobservarlo? Vemos que Gadamer nos ilustra acerca de la importancia de este tema, que los problemas de la hermenéutica tuvieron “su primer origen en ciertas ciencias, especialmente la teología y la jurisprudencia”; como asimismo, que la comprensión y la interpretación “afectan a la relación general de los seres humanos entre sí y con el mundo”, por lo cual la capacidad de comprensión es una “facultad fundamental de la persona que caracteriza su convivencia con los demás y actúa especialmente por la vía del lenguaje y del diálogo”.

II. En ese marco de análisis, el concepto de “texto” ha pasado a constituir un desafío peculiar, ya que durante el siglo XX se convirtió en algo más que un objeto de investigación literaria. Y además, la interpretación dejó de ser solamente la técnica de la exposición científica de los textos. Ambos conceptos (texto e interpretación), explica Gadamer, “han modificado radicalmente su rango en nuestros esquemas mentales y en nuestra concepción del mundo”. El avance metodológico consiste en que el texto se entiende ahora como “un concepto hermenéutico”, lo que significa que no se contempla desde la perspectiva de la gramática y la lingüística, es decir, como “producto final”. Así, desde la perspectiva hermenéutica, que es la perspectiva de cada lector, el texto es un mero producto intermedio, una fase en el proceso de comprensión.

Es posible hacer una comparación con el “diálogo vivo” (en el sentido de: no escrito), en el que se trata de buscar las palabras justas, como así también acompañarlas del énfasis y el gesto adecuados para hacerlas asequibles al interlocutor. Entonces, también en el texto, la escritura debe abrir “un horizonte de interpretación y comprensión que el lector ha de llenar de contenido”. Resulta por ende que escribir es “algo más que la mera fijación” de lo dicho, ya que si bien es cierto que dicha “fijación escrita” remite siempre a “lo dicho originariamente”, debe también mirar hacia delante, porque “lo dicho” se dirige siempre al consenso y tiene en cuenta al otro.

Decíamos que en la hermenéutica es muy relevante “la perspectiva de cada lector”, y esto es así porque siempre a la tarea del escritor corresponde la del lector, destinatario o intérprete, de lograr esa comprensión, es decir de hacer “hablar de nuevo” al texto fijado. La información no es entonces lo que el hablante o el escribiente dijo originariamente, sino lo que habría querido decir si yo hubiera sido su interlocutor originario. Por eso es que, como ya se anticipara, sostiene Gadamer que un texto no es un objeto dado, sino una fase en la realización del proceso de entendimiento.

El autor citado subraya que este fenómeno “general”, se puede comprobar con “especial claridad” en la codificación jurídica, y paralelamente en la hermenéutica jurídica, lo que lo conduce a declarar que esta última ejerce una especie de función “modélica” en la materia. En efecto, por un lado, la invocación del texto (legal) nos remite a lo consagrado como derecho, y es de gran utilidad para despejar o evitar discusiones por la pretensión de validez inherente a la legislación. Pero, a su vez, la ley en tanto estatuto o constitución necesita siempre de la interpretación para su aplicación práctica, lo que significa que toda aplicación “lleva ya implícita la interpretación”.

Gadamer aprecia que, en el ámbito jurídico, aparece “con claridad ejemplar” hasta qué punto la redacción de un texto hace referencia siempre a una interpretación, es decir a una aplicación correcta y razonable. De este modo, tanto en el caso de la interpretación jurídica, como en otros ámbitos (v.g. la traducción), la interpretación como el texto mismo se inserta en la realidad del entendimiento; tal como lo explica el origen de la voz interpres, que equivale a “hablante intermediario”, dado que la función originaria del intérprete era mediar entre interlocutores de diferentes idiomas, y unir con su discurso “mediador” a los que están separados.

En el caso de la traducción, es posible así traspasar la barrera del idioma extranjero, y lo mismo ocurre en la propia lengua, cuando aparecen “obstáculos de comprensión”: el intérprete debe superar ese “elemento extraño” que impide la inteligibilidad de un texto, y hacer de mediador cuando el texto (discurso) no puede realizar su misión de ser “escuchado y comprendido”. El discurso del intérprete no es un texto, sino que “sirve a un texto”.
Una vez alcanzada dicha comprensión, pareciera en principio que el intérprete “desaparece”, pero no es tan así porque su aportación en el modo de “escuchar el texto”, no desaparece totalmente sino que su aporte se ha incorporado al texto, porque como ya lo habíamos precisado al comienzo, su ayuda a la comprensión no se limita al plano lingüístico -el texto como “concepto hermenéutico”-, sino que constituye una “mediación real”, que convierte a este “hablante mediador” en negociador. Una situación análoga se da entre el texto y el lector, porque si bien pareciera que es el texto lo que hace hablar a un tema, quien lo logra en último extremo es “el rendimiento del intérprete”.

En definitiva, dado que el intérprete ayuda a superar el “elemento extraño de un texto”, y permite al lector su comprensión, no debe entenderse su posterior “retirada” -una vez alcanzada la comprensión-, como una desaparición en sentido negativo; sino que, por el contrario, lo que se produce es su entrada en la comunicación, que permitirá luego resolver la tensión entre el “horizonte del texto” y el “horizonte del lector”, alcanzando lo que Gadamer denomina “fusión de horizontes” que, separados como puntos de vista distintos, se funden en uno.

III. Como vemos, el proceso de comprensión de un texto tiende, a la larga, a “integrar al lector en lo que dice el texto”, lo que produce una suerte de “desaparición” del texto original (siempre según la opinión de Gadamer). Llevado esto al ámbito de la hermenéutica jurídica, resultará entonces que no tiene tanta relevancia como parecía en un principio, la distinción entre una interpretación literal o legalista, u originalista, y otra/s histórica, contextual, o semántica, en tanto más o menos vinculada al texto a aplicar. Ello toda vez que, aún en el primer caso (aparente apego a la literalidad estricta), la nueva lectura con el auxilio del intérprete, ha de provocar, en algún sentido, que aquel texto “original” desaparezca. Y lo mismo ocurre, de modo más evidente aún, cuando la oscuridad del texto requiere de la utilización de recursos como la invocación de principios jurídicos, derechos humanos fundamentales, garantías constitucionales, etc., para recién después arribar a la aplicación concreta de la norma.

En nuestro país, Enrique Marí destacaba respecto al derecho y su interpretación, la semejanza con la literatura, y especialmente con la corriente alemana conocida como “Estética de la recepción”. La literatura, enseñaba este autor, es una función de la conservación y de la transmisión espiritual, que aporta la historia que se oculta en ella. Pero hay que entender bien esta función, ya que no se limita a conservar lo que hay, sino que la reconoce como patrón y lo transmite como modelo. Está siempre referida al receptor.

Lo mismo ocurre con el derecho y su interpretación, en donde también aparece un lector con un texto ante sus ojos; pero sin que aquel lea simplemente lo que el texto pone en el pasado para él, conforme a su sentido originario, ya que en toda lectura jurídica tiene lugar una aplicación y, por lo tanto, el que lee un texto se encuentra también él “dentro del mismo, conforme al sentido que persigue a novo”. Por razones jurídicas es necesario reflexionar sobre el cambio histórico, ya que solo este permite distinguir entre el sentido original del contenido de una ley, y el que se aplica en la praxis jurídica.

Aclara finalmente este autor, que ello no quiere decir que el jurista no se refiera siempre a la ley en sí misma, sino que su contenido normativo tiene que determinarse respecto al caso en que acaece la aplicación. Y aunque no cabe prescindir de un conocimiento histórico del “sentido originario”, no está obligado a sujetarse a lo que los protocolos parlamentarios le enseñarían respecto a la intención de los que elaboraron la ley. Por el contrario, tiene que admitir que las circunstancias han ido cambiando, y que entonces la función normativa de la ley debe ir “determinándose de nuevo”.

Pareciera entonces que, en este marco, ya no encuentra asidero el reproche antiguamente formulado por Platón, a las palabras escritas que, aunque parezcan vivas, si se las interroga, “callan con gran solemnidad”; y si se les pregunta con el afán de informarse sobre algo de lo dicho, expresan tan solo una cosa que siempre es la misma” (citado por Perfecto Andrés Ibáñez).


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