Comunicación interna institucional: Hacia un nuevo paradigma

Carlos Teijeiro

Carlos Teijeiro

Por Carlos Alvarez Teijeiro: Doctor en Comunicación Pública por la Universidad de Navarra (España). Profesor en la Escuela de Posgrados de Comunicación de la Universidad Austral y en el Instituto Universitario Ortega y Gasset, sedes de Madrid y Buenos Aires. Fue Director General de Comunicación del Gobierno de la Región de Murcia (España)y miembro del Foro de Directores de Comunicación de la Unión Europea. Sus últimos libros son “Filosofía y ética de la comunicación” (2013), y “¿Por qué a los gobiernos no les interesa la comunicación interna?” (2013).

“No es posible resolver un problema con el mismo nivel de conocimiento que contribuyó a crearlo”.
-Albert Einstein-

El presente texto es un extracto de la capacitación en Comunicación Institucional dirigida a comunicadores institucionales, fiscales jefes y responsables de áreas de la Procuración General del Chubut, durante los días 16 y 17 de mayo de 2013, en la Escuela de Capacitación Judicial de la ciudad de Rawson.

1. Introducción. 2. Comunicación interna y cultura organizacional, hacia un nuevo paradigma. 3. Saliendo del laberinto: cultura organizacional y comunicación interna institucional.

1. Introducción

A Hegel le gustaba decir, muy poéticamente, que “la lechuza de Minerva levanta el vuelo al atardecer”. Minerva, hija de Júpiter, es la diosa romana de la sabiduría y se corresponde con la Atenea de los griegos. En la tradicional interpretación de la frase del bueno de Georg Wilhelm Friedrich se ha querido ver a la filosofía que sobrevuela la realidad para analizarla mejor cuando ésta se encuentra en calma. Pero hay que ser un admirador de Hegel para dejarse seducir por semejante interpretación, tan poética como la frase que le dio origen. Con una mirada mucho más pedestre podría traducirse del siguiente modo: el conocimiento teórico propende a llegar tarde. No se sabe bien a dónde ni por qué, pero definitivamente tarde.

Así suele ocurrir en el ámbito de la comunicación en las organizaciones, relativamente reciente como disciplina de estudio, donde las prácticas profesionales tienden a preceder a los planteamientos que aspiran a explicarlas y legitimarlas teóricamente. “Primum vivere, deinde philosophari”, decía el adagio: “primero vivir, después filosofar”. Así ha ocurrido, por ejemplo, citando casos clásicos, con lo referido a las relaciones de las organizaciones con la prensa, con la gestión de la comunicación de crisis, con el terreno de la imagen e identidad visual… y, también, por supuesto, con la comunicación interna, cuyo desarrollo teórico es –por el momento- tal vez no tan profundo como cabría desear. Es más: en algunas ocasiones, antes que un desarrollo teórico propiamente dicho puede decirse que lo que existe en la mayor parte de los casos es un extenso proceso de detallada descripción de prácticas y rutinas sin excesiva elaboración conceptual.

A este retraso explicativo, que implica la lentitud en el desarrollo de un saber teórico específico acerca de la comunicación interna, se añade otro fenómeno: que las prácticas profesionales en esta disciplina se iniciaron, organizaron y desarrollaron en el ámbito de la comunicación empresarial y sólo tardíamente ingresaron a la gestión de la comunicación institucional y, más en concreto, judicial.

En consecuencia, y sumando ambos procesos, el resultado obtenido es que casi toda la (escasa) teoría existente acerca de la comunicación interna se refiere a la comunicación interna empresarial.

Además, de alguna manera, y hasta fechas no muy lejanas, casi siempre los esfuerzos se han limitado a replicar en el ámbito de la comunicación interna institucional las prácticas que han resultado exitosas en la comunicación interna empresaria. Y, cabe señalarlo, en no pocos casos esa réplica resultó también satisfactoria: quizás, entre otras razones, porque tanto en empresas como en instituciones se busca que la comunicación interna ayude a conjugar los intereses personales de los colaboradores con los intereses estratégicos de la organización y se aspira, asimismo, a que la comunicación interna procure un alto grado de compromiso de parte de los colaboradores.

Por todo lo dicho, este texto se plantea el siguiente objetivo: realizar una breve aproximación teórica a la comunicación interna –en general- y a la comunicación interna institucional –en particular-, siempre relacionada tal aproximación con las teorías del comportamiento humano en las organizaciones y de la cultura organizacional.

2. Comunicación interna y cultura organizacional, hacia un nuevo paradigma

La estrecha relación entre el desarrollo de la comunicación interna institucional y la comunicación interna empresarial sólo se ve superada por la aún más estrecha relación existente entre la comunicación interna –en general- y el comportamiento y la cultura organizacionales. Así, a cada cultura organizacional le corresponde un estilo de comportamiento que sólo resulta comprensible en los términos y alcances de esa cultura, y que al mismo tiempo la configura, y del mismo modo cabe decir que esa íntima relación es también la que existe entre la cultura organizacional, el comportamiento y la comunicación interna: la cultura delimita –implícita o explícitamente- la importancia que se concede a la comunicación interna y la comunicación interna reproduce esa cultura.

Por lo tanto, es lógico prestar atención a cómo se han modificado en los últimos años los paradigmas dominantes acerca de cómo deben funcionar las organizaciones, al menos en tanto que estos cambios de paradigma de cultura organizacional implican asimismo cambios en los paradigmas dominantes en el modo de comprender la comunicación interna, su función y alcances.

Teniendo en cuenta que la comunicación interna institucional ha ido a remolque de la comunicación interna empresarial, tiene sentido dirigir la mirada a cómo se han modificado los paradigmas organizacionales en el mundo empresario en los últimos años, algunos de cuyos cambios han afectado también a la autocomprensión de las instituciones pues, si bien son de índole muy distinta a las organizaciones empresariales, lo que tienen en común es que en ellos diferentes personas llevan a cabo una actividad humana esencial, trabajo, y son los cambios radicales en las comprensiones de esa actividad unos de los que marcan nuestra época.

A la hora de analizar un cambio de paradigma sería extremadamente inexacto situarlo en una fecha concreta, determinada. Por su propia naturaleza, los cambios de paradigma suelen ser graduales. Sin embargo, al solo efecto de dar más claridad a esta argumentación se elige aquí –de manera simbólica- una fecha que ejemplifica el fin de un paradigma decadente y el nacimiento de un paradigma emergente. Se trata de paradigmas en el modo de comprender el comportamiento humano y la cultura organizacional y, por lo tanto, y en consecuencia, se trata asimismo de paradigmas en el modo de entender la comunicación interna.

Esa fecha elegida es el año 2001, el año de la quiebra fraudulenta de la empresa Enron, “la más innovadora” de los Estados Unidos, según cinco rankings consecutivos de la prestigiosa revista Fortune, de 1996 a 2000. Kenneth Lay y Jeffrey Skilling, junto con otros altos ejecutivos de la compañía, se quedaron con millones de dólares -ayudados en las técnicas contables fraudulentas por la consultora Arthur Andersen, entonces inmaculada- mientras sus empleados y accionistas lo perdían todo. Era el mes de noviembre de 2001, el año de los atentados contra las Torres Gemelas y el Pentágono. Y así como esos atentados dieron origen a un nuevo y oscuro paradigma de las relaciones internacionales, la crisis de Enron, y otras que la sucedieron, marcaron el inicio del fin de un paradigma, el paradigma cultural-economicista, un modelo de organización y funciones –sobre todo, pero no sólo empresarias- orientadas al único objetivo de la consecución de beneficios económicos y financieros, con casi absoluta independencia de los medios arbitrados para conseguirlos. Un paradigma hoy decadente al que muchos autores –al trasladarlo al ámbito de la política- coinciden en denominar paradigma neoliberal.

El auge y creciente importancia de la Responsabilidad Social Empresaria o Corporativa posiblemente haya sido, y siga siendo, la respuesta institucional del mercado más importante y globalmente extendida al fracaso del viejo paradigma. Sin embargo, prestigiosos autores en el ámbito de la estrategia empresarial, como Michael Porter, insisten en señalar que los ecos de esa crisis persisten, que la empresa sigue sin ser vista de manera confiable como un cooperador social. Ahora bien, a pesar de la RSE, y a pesar también de la crisis terminal del paradigma cultural-economicista o neoliberal, todavía hay un viejo paradigma vigente, un paradigma en el que no parecen hacer mella los años, las quiebras ni los naufragios. Silencioso como una sombra, este fósil subyace al modo en virtud del cual todavía se organizan las culturas organizacionales de muchas empresas e instituciones: se trata del paradigma cultural-mecanicista.

Un paradigma caracterizado, entre otros rasgos, por considerar a las personas como meros “recursos” (lo cual es independiente de la denominación del área dedicada a la gestión de personas), por no promover líderes ni estilos de liderazgo (sí jefaturas), por no facilitar el trabajo en equipo (sí el trabajo en grupo), por no apoyar las prácticas de autogestión, por no auspiciar redes de conversaciones internas, ni la construcción colaborativa del conocimiento, ni el uso de las redes sociales, ni la personalización de la comunicación y por invertir mucho dinero en capacitaciones técnico-administrativas, desestimando las capacitaciones “soft” (comunicación, negociación, resolución de conflictos, manejo del tiempo, trabajo en equipo, coaching, mentoring…).

En el marco de ese paradigma resistente no se comprende que el valor de los colaboradores de la organización es la suma sinérgica de sus destrezas y capacidades (técnicas e interpersonales), conocimientos, experiencias y también valores, pues no en vano afirmó Amartya Sen (1933-), premio Nobel de Economía en 1998, que los valores éticos de los profesionales de un país son parte de sus recursos productivos. Sin embargo, desde el paradigma resistente las organizaciones no son concebidas como ecosistemas sociales y culturales, no son comprendidas como redes conversacionales, no son interpretadas como constelaciones de sentido. Para ese escenario, la mostrenca linealidad es estratégica: basta con diseñar las causas para obtener los efectos, sólo se precisa la adecuada arquitectura de los estímulos para generar los efectos, piénsense las acciones y se conseguirán las reacciones correspondientes. En eso consistiría planificar: en la calculada (y previsible) arquitectura de inputs y outputs. En ese marco, en suma, la autocomprensión de las organizaciones es incapaz de generar los desarrollos necesarios para acoger y fomentar la complejidad y riqueza de lo humano. Como bien señalaba G. K. Chesterton, “un loco es aquel que lo ha perdido todo… menos la razón”. Racionalidad es lo que sobreabunda en el paradigma cultural-mecanicista, pero racionalidad carente de corazón, exenta de inteligencia emocional y social, incapaz de promover entornos en los que se haga posible la búsqueda del sentido del trabajo, la integración organizacional, el sentido de pertenencia y el compromiso, todos ellos imprescindibles para que la organización alcance sus objetivos estratégicos.

Sería un grave error pensar que el paradigma cultural-mecanicista no se ha instalado en el corazón mismo de la gestión institucional en los distintos niveles. De hecho, así ocurrió también en su momento con el paradigma cultural-economicista. En efecto, la misma racionalidad subyacente al paradigma empresarial cultural-economicista imperó en la política neoliberal, tan en boga en diferentes gobiernos de la década de los 90 del pasado siglo. Y del mismo modo que la crisis del paradigma empresarial cultural-economicista no supuso la desaparición del paradigma cultural-mecanicista en el que se funda, la progresiva desaparición de los gobiernos neoliberales tampoco supuso en los gobiernos e instituciones que los sustituyeron el fin del paradigma cultural-mecanicista, tan sólo trajo consigo su camuflaje.

Decía el genial Albert Einstein que “no podemos resolver un problema con el mismo nivel de pensamiento que contribuyó a crearlo” y afirmaba asimismo que “locura es seguir haciendo siempre lo mismo y esperar resultados diferentes”. ¿Será posible salir de este paradigma? Y, en el caso de que fuese posible, ¿qué papel está llamado a desempeñar la comunicación interna en la gestión institucional en este proceso de superación? ¿Se trata realmente de superación?

El escritor argentino Leopoldo Marechal escribió alguna vez que “del laberinto se sale por arriba”. Entonces… sí, se trata efectivamente de la superación de un paradigma aquejado de un déficit estructural, una evidente cultura 1.0, incapaz de generar riqueza en términos de ganancia de sentido para todos los públicos de interés de la organización, inválida para promover entornos profesionales en los que los trabajadores sean capaces de llevar a cabo sus tareas motivados por la autorrealización y la autotrascendencia. De lo que se trata, por el contrario, es de estar preparados para el pensamiento positivo.

3. Saliendo del laberinto: cultura organizacional y comunicación interna institucional

En determinados ambientes académicos y profesionales diagnosticar no es lo más difícil. Abunda la bibliografía, son innumerables los autores, proliferan las hipótesis explicativas acerca de la complejidad de lo real. Lo verdaderamente dificultoso es generar propuestas a partir del diagnóstico que se haya establecido. Hasta aquí se ha decretado –y muy someramente- la partida de defunción del paradigma empresarial e institucional cultural-economicista pero se ha constatado la resistente pervivencia del paradigma cultural-mecanicista. Sin embargo, hay cada vez más organizaciones –empresariales e institucionales- que han comprendido que están llamadas a desarrollar cambios culturales profundos acordes a un nuevo contexto global, organizaciones literalmente decididas a que el modelo cultural-mecanicista salga por las puertas y las ventanas para no volver jamás.

Tales organizaciones son permeables al cambio porque sus líderes diagnostican el entorno y tienen la voluntad política de hacer las transformaciones necesarias para adaptarse, líderes que tienen en común conceder una decidida importancia a los intangibles y considerar que existe una relación directa entre organización, cultura y valores, comunicación y cambio, líderes –en síntesis- a los que se puede aplicar el calificativo de transformacionales.

Tales líderes, además, se esfuerzan denodadamente –usando la comunicación- por construir vínculos basados en la confianza, pasando de la confianza en las relaciones interpersonales a la confianza organizacional. Al construir confianza, estos líderes construyen asimismo reputación pues, en efecto, al gestionar adecuadamente los vínculos de confianza con los diversos públicos de interés de la organización, en especial con su público interno, se logra incrementar el valor simbólico de la organización y, por tanto, se incrementa también la reputación interna, esto es, la opinión pública interna favorable a la gestión. En la base de todo ello se encuentra, desde luego, una nueva manera de concebir el gobierno o la dirección de personas, una dirección basada en la confianza. Antes de seguir debe señalarse que es la corrupción de algunas de las principales virtudes de un líder lo que puede terminar con su liderazgo siguiendo el adagio latino según el cual “corruptio optimi pessima est”, “la corrupción de lo mejor se convierte en lo peor”. Así, y por citar algunos ejemplos, la autoconfianza puede convertirse en egoísmo; el trabajo en equipo, en pensamiento grupal; la visión puede transformarse fácilmente en obsesión; el espíritu de delegación puede volver caótico al organismo y, por último, sin pretensiones de exhaustividad, la determinación puede mutar en inflexibilidad y rigidez.

Pero si el líder se mantiene firme en sus principios, en este paradigma emergente, apoyado en estos nuevos estilos de liderazgo, la institución es un actor cultural, y esto en dos sentidos, interna y externamente. Internamente, es un actor cultural por la relación que existe entre su misión, su visión y sus valores. Así, los valores son los que guían hacia la visión cumpliendo la misión. Recordando al poeta griego Píndaro, podría decirse que tanto las personas como las organizaciones tienen una dimensión aspiracional o proyectiva que debe ser alcanzada jugando, inventando (futuretainment) a partir de lo que sabemos y somos, no negándolo: “Llega a ser el que eres”. Externamente, es un actor cultural por la relación que existe entre su identidad, su imagen y su reputación: lo que es, lo que dice de sí mismo y lo que dicen de él sus diferentes públicos de interés. Como ya había sentenciado el pensador español José Ortega y Gasset, “en cada uno de nosotros conviven tres ‘yo’: el que soy, el que digo que soy y el que los demás dicen que soy”.

Por supuesto que, además de lo anterior, puede hacerse una definición más convencional, y tal vez más operativa, de lo que es una cultura organizacional: el conjunto de relatos acerca de mitos, valores, símbolos, creencias y prácticas que constituyen la matriz o matrices de sentido que explican –y en la que se enmarcan- los comportamientos en la organización.

Hablar de matriz o matrices de sentido es aquí de gran importancia. De acuerdo con el paradigma cultural-mecanicista, las motivaciones del público interno no están vinculadas con ganancias netas de sentido con respecto al trabajo. Según ese marco interpretativo de la actividad profesional, no hay lugar alguno para pensar, por ejemplo, que por medio del trabajo el público interno se mejora a sí mismo, establece relaciones cooperativas con los demás y perfecciona el mundo; que el público interno se siente motivado por la función social o de servicio de la institución en la que trabaja. Sólo tienen lugar aquellos modos de interpretar nuestras motivaciones al estilo de Nietzsche (nos mueve la voluntad de poder) o al estilo de Freud (nos mueve el principio del placer).

Para un escenario así concebido, a pesar de la distancia histórica, siguen siendo vigentes los críticos análisis de Karl Marx con respecto a la alienación del trabajador en relación con su trabajo, su incapacidad de apropiarse de él. Hoy no se trata de apropiarse del trabajo en los términos expresados por Marx hace más de 150 años, no se trata necesariamente de hacerse dueños de los medios de producción. Hoy, el modo humano de adueñarse de nuestra actividad y sus resultados es hacerlos propios confiriéndoles sentido. Las organizaciones en las que fluyen los liderazgos transformacionales son aquellas en las que se promueven condiciones estructurales –y las funciones correspondientes- que sean campos fértiles para esas ganancias de sentido, para que quienes integran el público interno puedan llevar a cabo investiduras simbólicas de la realidad. Dado que es bien conocida, no tiene sentido exponer aquí con detalle la gran obra del psiquiatra vienés Viktor Frankl. Reduciéndola a su mínima expresión, Frankl argumenta contra la voluntad de poder y el principio del placer para postular que nuestra principal fuente de búsquedas y motivaciones es la que denomina “voluntad de sentido”.

El sociólogo alemán Niklas Luhmann, inspirado en los trabajos de los biólogos Francisco Varela y Humberto Maturana, planteó hace ya bastantes años el concepto de “autopoiesis de los sistemas sociales”. Simplificando excesivamente la expresión, podría afirmarse que la autopoiesis de un sistema vivo es su capacidad de ser autorreferente y de autogenerarse, de autoinventarse, diríamos hoy con un cierto lenguaje psicoterapéutico. La relevancia de la aplicación que lleva a cabo Luhmann con respecto a los trabajos de Maturana y Varela consiste en postular que, en los sistemas sociales, el mecanismo autopoiético por antonomasia es la comunicación, que la comunicación es la que produce la evolución de los sistemas sociales, la gran facilitadora de todos los cambios, y de manera muy concreta de aquellos cambios de índole cultural.

La institución, sin duda, organizacionalmente considerada es un sistema social. Un sistema social dotado de una cultura específica que sirve como marco cognitivo y emocional para el desarrollo de las actividades profesionales de sus colaboradores, cada uno de ellos con sus propias dietas cognitivas, emocionales, con sus expectativas, necesidades y deseos, conocimientos y experiencias. Esos marcos, sin embargo, pueden haber sido pensados como límites o como escenarios de posibilidades crecientes. En el paradigma cultural-mecanicista, los colaboradores obtienen ganancias de sentido con el trabajo que llevan a cabo, pero se trata de ganancias residuales conseguidas a expensas de un gran esfuerzo individual: la cultura organizacional no acompaña. Como señala Ulrich Beck, queriendo atesorar sentido sólo pueden hacerlo resolviendo biográficamente las contradicciones sistémicas.

En el paradigma emergente, por el contrario, paradigma al que ya se ha denominado Cultura 2.0, la facilitación de escenarios de búsqueda de sentido está presente en el mismo diseño organizacional, tanto en lo que se refiere al establecimiento de las estructuras como en lo atinente a la definición de funciones. Y en ese modelo la comunicación interna es un proceso estratégico en la promoción de los cambios culturales necesarios para que la organización se adapte al nuevo contexto. Tomando prestado un concepto del ámbito de la medicina, podría afirmarse que la comunicación interna es el proceso más “biocompatible” que puede encontrarse a la hora de contribuir a un cambio de índole cultural, y esa “biocompatibilidad” se explica porque tanto la cultura organizacional como la comunicación interna poseen el mismo ADN: la intangibilidad específica de la comunicación. Se trata, en síntesis, de ofrecer relatos institucionales de cambio en un universo que comienza a ser cada vez más innovador y colaborativo.

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