Fernandez Viagas

Fernandez Viagas

Por Plácido Fernández Viagas: (1924/1982). Juez y político español.

Nació en Tánger cuando esta ciudad formaba parte del protectorado español en Marruecos. Estudió Derecho en la Universidad de Sevilla. Ejerció la magistratura y fue miembro del Tribunal Constitucional. Formó parte de Justicia Democrática, grupo clandestino de funcionarios que luchó contra el franquismo. Fue elegido senador en diversas oportunidades.

Muy recientemente en una entrevista concedida al diario francés Le Figaro, Dominique Commaret, avocat général à la Cour de cassation, señalaba que “la crisis de legitimidad que atraviesa el Estado no excluye a la institución judicial. La opinión pública saluda el coraje y la acción de los magistrados para hacer desaparecer inmunidades y privilegios pero teme igualmente un “gobierno de los jueces”.

La Justicia está en plena mutación y la acción de los jueces alcanza todos los dominios. El desarrollo de sus poderes exorbitantes no carece de riesgos, y de tentaciones entre los cuales el corporativismo, la demagogia o el “vedettariat”(1). Peligrosa tentación esta última, ciertamente. Las “vedettes” resultan atractivas, excitantes incluso, pero también causan problemas. Para conocer alguno de ellos, bastaría con aproximarnos a la mitología.

Así, la griega nos cuenta que habiendo llegado un día Narciso, célebre por su belleza, al borde de una fuente contempló su propia imagen y quedó prendado de sí mismo. Enloquecido, al no poder alcanzar el objeto de su pasión, se fue consumiendo de inanición y melancolía hasta quedar transformado en la flor que en adelante se llamó narciso. De ahí ha permanecido, no sólo para la literatura sino también para la psicología y la ciencia en general, un nombre: el narcisismo.

Como nos explicaría cualquier enciclopedia, se trata de una canalización de los afectos y emotividad hacia la propia persona. En el proceso sicoevolutivo del individuo, el narcisismo alcanza su máxima plenitud en la etapa infantil cuando el niño todavía no ha detectado el mundo exterior, y la preferencia por su yo es exclusiva. Con el descubrimiento del otro, el individuo se abre a otras posibilidades afectivas y sexuales, madura.

Existe el riesgo, sin embargo, de que la tendencia perviva como desviación patológica, y la sexualidad del sujeto quede reducida a la propia persona.

Es interesante tener en cuenta, además, que las alteraciones de la vida del espíritu muchas veces no son individuales. Pueden llegar a afectar en forma colectiva a generaciones enteras. Como ha expuesto Luis Rijas Marcos, “cada era produce su forma única y peculiar de patología psicosocial. El mal de una época suele manifestarse en la expresión exagerada de los rasgos del carácter de los hombres y mujeres que forman la sociedad del momento. A finales de los años sesenta comenzó a brillar la generación del yo, la edad del culto al individuo, a sus libertades y a su cuerpo, la devoción fanática al éxito personal, al dinero al consumo. La dolencia cultural que padecemos desde entonces es el narcisismo”(2) El mundo se ha llenado de “Narcisos”. Bien es verdad que en una sociedad dirigida a la búsqueda del placer y de la felicidad personal, como la nuestra, ese fenómeno afectará especialmente a los individuos más expuestos a la mirada del otro, “vedettes”, protagonistas de un juego destinado a seducir y a ser seducido.

La seducción es un fenómeno señaladamente coyuntural. Cada momento histórico modifica sus modelos. Lo que ayer resultó atractivo, no lo es hoy. Los titulares de poder, por ejemplo, poseyeron siempre el carisma necesario para ser admirados, también temidos, por sus contemporáneos. Sin embargo, en el Occidente desarrollado, han dejado de tenerlo, entre otras razones, porque han sido desmitificados pues ya no hay espacios reservados al secreto. Todo es público. Han perdido así todo el prestigio que proporcionaba la oscuridad. El juego combinado de odio y atracción reforzaba los mecanismos morbosos de la seducción. Ahora, sin embargo, el control de la ciudadanía les ha hecho demasiado conocidos, vulgares incluso. Son iguales que nosotros, con los mismos defectos. No proporciona ninguna seguridad colocarse a su sombra.

Hay alguien, sin embargo, que ha adquirido una sorprendente valoración: el juez. Es algo paradójico. El Poder Judicial nació para ser invisible y casi nulo. Era invisible porque era una simple máquina carente de rasgos. Lo que hacía era aplicar la norma al caso concreto, una función de mera ejecución. Si cada supuesto de la realidad, tenía su adecuada respuesta en la ley, bastaría con la estructura matemática de un buen ordenador… Es cierto que pronto se puso de manifiesto que el sistema jurídico era algo suficientemente complejo como para necesitar una ardua labro de interpretación. Aun así, el dueño de la norma seguía siendo el legislador. La labor del juez consistía en escrutar sus designios. Es verdad también que, a lo largo del tiempo, fue poniéndose de manifiesto la importancia de la sabiduría, rectitud, y bondad de los funcionarios judiciales, notas indudablemente personalizadotas. Pero se trataba simplemente de méritos necesarios para acceder a la función y valorables por un mercado reducido de especialistas, o por los justiciables que querían indagar los designios siempre inciertos de su suerte. Lo esencial era que la voluntar del juez no podría suplantar la de la ley, para evitarlo era mejor que no saliera a la luz.
Las cosas han cambiado completamente. Es cierto que de una manera paulatina. Y ello a virtud de un proceso que encuentra su inicio en los Estados Unidos de Norteamérica. Allí empezó a manifestarse lo que se ha sido dado en llamar “judiciocracia” o gobierno de los jueces, hasta el punto de que la “Supreme Court” llegó a considerar como una tercera cámara de legislación. Lo que, en su momento, no dejó de levantar suspicacias. Es conocida la protesta de Jefferson contra Marshall: “el Tribunal como instancia suprema de todas las cuestiones constitucionales significa someternos al despotismo de una oligarquía”. No obstante los temores de Jefferson, las construcciones jurídicas del juez Marshall no sólo se impusieron en los Estados Unidos sino que también han ejercido una progresiva influencia en el continente europeo.(3)

La posición norteamericana configura el texto constitucional como un parámetro normativo superior, con arreglo al cual podrá enjuiciarse la validez de las leyes del Parlamento. Allí se van a incluir los llamados derechos “inviolables” o fundamentales de la persona que, como indica Ferrajoli, constituyen la expresión de los valores de justicia elaborados por el iusnaturalismo racionalista, “el principio de igualdad, el valor de la persona humana, los derechos civiles y políticos, y además casi todas las garantías penales y procesales de libertad y certeza enumerados en nuestro sistema” (4) Todo lo esencial para el mantenimiento de una cultura jurídica de libertad se incluye en la Constitución, evitando el peligro de que un irresponsable legislador histórico pudiera eliminar lo garantizado en el “pacto social” como diría Madison, si las garantías del sistema están incluidas en el propio texto constitucional “los tribunales de justicia se consideraran a sí mismos, en alguna forma, como sus guardianes.(5)

Como nos indica Buró Neuborne, el derecho constitucional norteamericano lo que intenta es eludir el peligro de la tiranía, o la vulneración de los sagrados derechos del hombre, “permitiendo que los jueces identifiquen la existencia de derechos individuales implícitos en el texto de la Constitución (6) y que protejan tales derechos, incluso contra la voluntad de la mayoría, mediante el mecanismo del control de la constitucionalidad” (7). Realmente este “higher law”, situado por encima del ordenamiento positivo, fue históricamente utilizado por los colonos norteamericanos para defender sus derechos individuales “a la vida, libertad y a la búsqueda de la felicidad” frente a la corona británica, preconizando la existencia de un derecho superior al establecido. Y cuando triunfaron, lo positivaron colocándolo en el propio texto constitucional. El Derecho Natural dejó de ser situado “más allá de las estrellas”.

Pues bien, y con independencia de la obvias diferencias entre los sistemas de primacía legal y los del common law, lo cierto es que la influencia de la cultura jurídica norteamericana sobre los países de la Europa continental (8) en este punto se va a hacer evidente a partir de la segunda guerra mundial(9). Y no va a ser precisamente por casualidad que la Ley Fundamental de Bonn de 1949 establezca en su artículo 1.3, encabezando el aparato a ellos destinado, que: “los siguientes derechos fundamentales vinculan a los poderes ejecutivo, legislativo y judicial a título de derecho directamente aplicable (10). También el Poder Judicial debe atenerse estrictamente, no de manera teórica o abstracta, a la regulación de tales derechos por el constituyente. El problema es que los derechos constitucionales están siempre cargados de ideología. Su interpretación, por tanto, no podrá realizarse con las técnicas hermenéuticas elaboradas desde siempre en el derecho privado. Todo texto constitucional expresa un determinado sistema de valores que no puede ser reducido a reglas precisamente porque su finalidad, en los orígenes del constitucionalismo, no era la de normar sino la de expresar los principios del sistema.

Una vinculación directa a la Constitución va a llevar consigo, paradójicamente, una importante desvinculación judicial, pues tantas veces como lo considere pertinente, podrá eludir las exigencias concretas de la norma con sólo argumentar el carácter jerárquicamente superior de la “Carta Magna”. Al tratarse de un texto político, la redacción de sus preceptos resulta, con frecuencia, imprecisa y ambigua. El juez es el único que puede establecer sus límites. Entonces, y como se ha dicho, “el juez dejará de estar sometido a la ley, para ser la ley la que esté sometida al juez”. En consecuencia se convierte en una instancia creadora, sale a la luz. Mientras la interpretación, en su sentido clásico, suponía una labor inspirada en reglas dirigidas a conocer lo que quería el legislador u objetivamente la voluntad de la norma, ahora el pensamiento de su autor va a convertirse e un simple criterio a tener en cuenta, y no el más importante.

Todo esto, sin embargo, ha tenido una importancia determinante para la superación de arcaicas concepciones formalistas que tanto daño causaron en la mentalidad de los juristas continentales. Pero lo cierto es que, con este tipo de planteamiento, el juez adquiere un inmenso poder, prácticamente es el único Poder en un mundo en el que se encuentran en crisis las instituciones políticas clásicas. En consecuencia, va a tener enorme interés para los “medios”.
En la búsqueda de la información, su actividad va a proporcionar material de primer orden. La libertad del ciudadano frente al aparato del Estado se ha ido consolidando a través de un proceso dirigido a la reducción de la arbitrariedad. Solamente la autoridad judicial ha quedado al margen, precisamente porque ha sido instituida en garantía del pacto social, constituyendo el símbolo de la lucha por la sumisión a la legalidad de todos los poderes del Estado. Puede, por tanto con plena legitimidad y en principio sin otro control que el representado por el instrumento procesal de los recursos, investigar la vida privada, decidir sobre culpabilidad o inocencia, acordar la privación de la libertad… Y su actuación vendrá justificada por la necesidad de mantener el pacífico y normal desenvolvimiento de cualquier comunidad. Lo que puede ocurrir sin embargo hoy día, es que la trascendencia social de esos poderes influya esencialmente en la imagen de sus titulares y, en consecuencia, en su comportamiento. El juez debía operar con arreglo a la ley y según las exigencias de su conciencia. ¿Hasta qué punto no estará ahora también condicionado por la repercusión de los “medios”? Si la sociedad, merced a ellos, se hubiese convertido en un gigantesco teatro, los poderes del juez permitirían considerarlo una de sus mejores “estrellas”.

El rigor, la serenidad, el estudio que constituían las notas características de la función judicial tradicional se van a ver desplazas en el interés del público por los aspectos más espectaculares de su papel: la lucha contra el crimen, la detención de los delincuentes, el “juicio”, el ingreso en prisión… Y si esto es lo que interesa, como lógica consecuencia se fomentarán los jueces que se adapten mejor a dicho estilo. La racionalidad se verá sustituida por la ilusión cinematográfica. Son los gestos los que van a tener importancia, teniendo en cuenta, además, que a la prensa se le vende mejor la información cuanto más estereotipada y simplificada aparezca.

Por eso a los medios de comunicación les resulta extraordinariamente atractivo el papel del Juez. Su figura representa la vuelta a lo oculto, a la decisión personal, las terribles consecuencias de la misma, el miedo a lo desconocido… Es decir, todo lo que refuerza los aspectos primarios de la relación de la ciudadanía con el poder.

Por otra parte, la sociedad, o quienes la dirigen, selecciona desde el principio lo que merece ser objeto de información. Según su grado de desarrollo cultural e idiosincrasia, los “medios” le proporcionarán uno u otro tipo de datos, con su correspondiente tratamiento. Sin embargo, la fuerza de los instrumentos informativos, y su internacionalización, condiciona los propios deseos de los grupos sociales, lo que permite simplificar el material a elegir. Por regla general, el interés del público se centrará en temas atinentes a ocio, guerra, crimen y escándalo (en cuanto comportamiento que rompa las reglas de la comunidad). Todo lo susceptible de sorprender, de provocar sensaciones inusuales. Su tratamiento, en cuanto se dirige a una audiencia masiva ajena en principio a las dudas intelectuales que plantea el matiz, tenderá a la generalización y a la búsqueda de sus factores más espectaculares o morbosos. La noticia es sólo tal en cuanto le interesa a quien la va a consumir, y éste, a su vez, acomodará sus deseos a lo que le dicten unos “medios” que normalmente primarán el contenido rápido y superficial que es lo que mejor, o más fácilmente se acomoda a sus técnicas.

La civilización “mediática” no puede vivir sin el espectáculo. La “prensa” deja de ser el reflejo de la sociedad en la que vive. Por el contrario, la transforma de acuerdo con sus necesidades. Vivimos todavía en un mundo conceptual según el cual las libertades de expresión y de información van dirigidas a la creación de “opinión pública”, fomentando el debate y el intercambio de los datos necesarios para la autodeterminación social.

Los instrumentos informativos cumplirían la labor de un espejo destinado a mostrar la verdadera imagen de los actores sociales, se movería en consecuencia en el terreno estricto de la neutralidad. Deberían ser invisibles para que su objeto pudiera contemplarse con nitidez, sin interferencias. Todo esto deja de tener validez desde el momento en que la comunicación se convierte en un negocio empresarial. Necesita, por tanto, conquistar un mercado y mantenerse. Ya no basta con transmitir información, es necesario que sea vendible. Y si no lo es, habrá que transformarla.

El problema se planteará cuando lo que merezca la pena transformar sea el propio papel del juez. El “pacto social” solo podía mantenerse estableciendo una instancia encargada de dirimir los conflictos ciudadanos. Para ello, era necesario revestirla de garantías suficientes de imparcialidad, sobre todo en materia penal donde los intereses a ventilar eran esenciales. Por eso era necesario que hubiera siempre “jueces en Berlín”. El delincuente era el primero que los reclamaba puesto que frente a una acusación, por muy fundada que fuere, era imprescindible desplegar son interferencias su derecho a la defensa. No es posible entender la civilización occidental sin constatar que ha sido construida a través de un largo proceso orientado hacia el reconocimiento de la dignidad del ser individual. El hombre, incluso el delincuente, incluso el mayor de los asesinos, tiene unos “derechos sagrados e inviolables” (11). Y su tutela se atribuyó históricamente al juez. En consecuencia, el órgano judicial constituyente esencialmente un instrumento garantizador. Debía decidir sobre culpabilidad o inocencia, oyendo previamente a las partes y sobre todo, al acusado. No existe “juicio” sin “audiencia”.

El juez no ha sido creado para eliminar a los criminales, por tanto. Esa es una tarea que incumbe a la comunidad en su conjunto, mediante los distintos procesos de “socialización”, y más específicamente al aparato policial. Por el contrario, su misión es garantizar que el proceso se desarrolle con arreglo a reglas y dictar una sentencia justa. Si lo convertimos en un órgano represor, dejará de ser juez. Paradójicamente, sin embargo, en la sociedad actual, por lo menos en la que determinados países del Mediterráneo, puede observarse un peligroso deslizamiento de la labor judicial hacia tareas represivas. Incluso llega a hablarse de una “guerra” contra la delincuencia. En este sentido, es de reseñar el espíritu que resulta de las distintas declaraciones realizadas por jueces y magistrados, de prestigio continental, en un libro de Denis Robert publicado recientemente bajo el título “La justicia o el caos”. En el mismo, se llega a decir “la guerra en la que estamos comprometidos contra el crimen organizado no es una guerra que pueda ser ganada únicamente por los profesionales. No es el ejército profesional que somos el que permitirá resolver los problemas. Se trata de una verdadera guerra civil”(12)
Por muy interesantes que sean dichas manifestaciones, lo cierto es que un juez no puede participar en ninguna guerra, ya fuere civil o de otra clase (13). Dejaría de ser juez.

Por otra parte, ya hemos indicado la importancia de la imagen en una sociedad mediática. En consecuencia, si la lucha contra la delincuencia constituye un importante objetivo social, como indudablemente lo es, las características del protagonista de la misma van a ser esenciales en su propaganda. De ahí, que el proceso se tienda a configurar como espectáculo teatral en el que el magistrado se convertirá en su principal estrella. Lo que será muy peligroso no sólo para las garantías tradicionales de defensa sino incluso para la propia coherencia y lucidez intelectual de quienes intervienen. La exhibición continua de la propia imagen no sólo fomenta el narcisismo, ya de por si bastante negativo, genera algo mucho más peligros: la conversión del proceso en un escenario del propio brillo personal con olvido de las características tradicionales de racionalidad, imparcialidad y legalidad que era las realmente importantes en un juez.

El deseo de triunfo personal es evidente que constituye una tentación permanente del espíritu humano y, por tanto, también de los jueces. Sin embargo, hasta ahora, cuando la vanidad de éstos quería manifestarse al exterior lo hacía mediante la exhibición intelectual del producto de su trabajo: la calidad de sus resoluciones, su razonabilidad o sensatez. Y los destinatarios de ese juego eran exclusivamente sus compañeros o unos profesionales del Derecho que podían verse influenciados por determinadas líneas doctrinales. El ego judicial sólo competía en un mercado de especialistas y lo único que podría alcanzar era prestigio. Por el contrario, actualmente su vanidad puede manifestarse universalmente, intentando mostrar los aspectos más favorables de su ser personal. Un simple juego primario de exhibición de la imagen. Pero el problema radica en que el juez atraído por los medios, o simplemente temeroso de los mismos, corre el serio riesgo de dejarse influir por sus planteamientos. Actuar con arreglo a ellos puede proporcionarle prestigio social, o carencia de problemas al fallar con arreglo a la opinión dominante, pero a costa de la libre formación de su “falle” con arreglo a conciencia, es decir de su imparcialidad (14)

Nuestra civilización ha pretendido caracterizarse en los últimos siglos por la búsqueda de la racionalidad. La lógica cartesiana pretendía el dominio de la naturaleza mediante la razón y la experiencia. El mundo podía transformarse conociendo con precisión sus reglas, bastaba con la observación sistemática y la correcta aplicación de las técnicas de inducción y deducción propias del comportamiento científico. Habían sido desterrados los hombres providenciales, pues la misma providencia deja de intervenir directamente en el universo. Sorprendentemente, en estos momentos de “fin de la historia” parece surgir un último taumaturgo, el juez. Es honesto, eficaz, terror de criminales, a veces, incluso, atractivo. En España, además, todo esto adquiere un relieve mucho mayor. Este país ha sido siempre muy partidario de los toreros, seres que arriesgan su vida y se la juegan. En una sociedad tan amante de lo simple, jugársela es excitante.

Por tanto, parece normal que los jueces se dediquen al espectáculo, a las buenas faenas, a capturar delincuentes… Pero, con independencia de lo peligroso que resulta todo esto para la solidez y coherencia del sistema jurídico, ¿no será además muy ridículo?

(1) “La crisie de légitimite que atraverse I’Etat n’epargne pas I’institution judiciare. Ainsi, I’opinion publique salue-t-elle le courage et l’action des magistrats pour faire disparaître imnunites et privileges mais craint-elle également un “gouvernment des juges” La justice est en pleine mutation et l’action du juge porte sur tous les domaines. Le development de ses pouvoirs “exorbitants” ne va pas sans risques. Et sans tentations parmi les quelles celles du corporatisme, du vedettarial ou de la démagogie” Le Figaro, 23 octobre 1989.

(2) Luis Rojas Marcos. “La era de la depresión”. El País, miércoles 27 de enero de 1993. Con idéntica brillantez, continúa añadiendo que es cierto, según dan a entender estudios recientes, que la comunidad de Occidente, está siendo invadida ahora por un nuevo mal colectivo: la depresión. Tendría su lógica, “la caída del pedestal intocable de la prepotencia narcisista produce salpicaduras depresivas y angustiantes… Un estado de ánimo colectivo, cargado de dudas y desasosiegos, quizá sea el peaje obligatorio que tengamos que pagar por evolucionar, por conocernos mejor, por sentirnos mas humanos y, en definitiva, por ponernos al día”.

(3) El fundamento de todo ello se encuentra en la sentencia dictada en 1803 en el asunto Marbury vs. Madison según la cual. “That the people have an original right to establish, for their future goverment, Duch principles, as, in their opinión, shall most conduce to their own apiñes is the basis on Vich the whole American fabric has been erected. The exercise of this original right is a very great exertion; nor can it, nor ought it, to be frequently repeated. The principles, therefore, so established, are deemed fundamental. And as the authority from wich they proceed is supreme, and can seldorn act, they are designed to be permanent…” (Cita recogida de “The constitutional decision of John Marshall” Edited with an introduction by Joseph P Cotton New York da Capo Press, 1969)

(4) Luigi Ferrajoli, en su obra “Derecho y razón” repetidamente citada, indica: “En particular, los derechos inviolables de la persona, derechos personalísimos e indisponibles no son sino la forma jurídica positiva que los derechos naturales, teorizados como pre o meta o suprajurídicos en los orígenes del Estado moderno, han asumido con su garantía en tanto que derechos subjetivos en las Constituciones modernas”.

(5) “If they are incorporated into the Constitution, independent Tribunal of Justice Hill consider themselves in a peculiar manner the guardians of tose rigths”.

(6) Derechos individuales contenidos en las primeras enmiendas a la Constitución ratificadas el 15 de diciembre de 1791.

(7) Buró Neuborne. “El papel de los juristas y el imperio de la ley en la sociedad americana”. Civitas 1995 Pág. 10.

(8) Véase K Loewenstein. “Teoría de la Constitución”, Ariel 1976, pág 316. para quien en Europa “sólo en las recientes Constituciones, después de la segunda guerra mundial, y en virtud de creciente interés por el derecho a gozar de gran popularidad”.

(9) Con independencia de las aportaciones anteriores de Kelsen y su influencia sobre el sistema austríaco de jurisdicción constitucional concentrada.

(10) Y ello después de haber indicado en los apartados 1 y 2 del mismo precepto que: “1. La dignidad del hombre es intangible. Respetarle y protegerle es obligación de todos los poderes públicos. 2. El pueblo alemán se identifica, por lo tanto con los inviolables e inalienables derechos del hombre como fundamento de toda comunidad humana, de la paz de la justicia en el mundo”.

(11) Sobre ellos se edificó la Revolución americana pues, según, su Declaración de Independencia, “todos los hombres son iguales y poseen unos derechos sagrados e inviolables cuales son la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”.

(12) Denis Robert. “La justicia o el caos”. Muchnik. Editores. 1996 pág. 114. Ciertamente, Bernard Bertossa es el fiscal general de Ginebra. Su posición, en consecuencia, no puede equipararse exactamente ala de un juez, pero es lo cierto que la inmensa mayoría de los magistrados que colaboran en dicho libro, por lo demás indudablemente interesante, parecen compartir la idea de “guerra contra la criminalidad”.

(13) Fernández.-Viagas Bartolomé. Plácido. “El juez imparcial”. Comares. 1997, pág. 108

(14) Vide. Fernández-Viagas Bartolomé, Plácido “El juez imparcial” Comares, 1997, Pag. 13


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