* Por Martín O´Connor
Me propongo invitar al lector a reflexionar sobre el camino recorrido en estos 13 años del nuevo proceso penal. Desde aquel enamoramiento inicial que tuvimos frente a la oralidad (que como todo romance en sus inicios derrocha fascinación) hacia una relación más madura, más interesante. Sin embargo, se trata de una etapa que exige más atención y compromiso. En definitiva, participo de la idea que la oralidad no nos comparte sus virtudes de modo automático, sino que nos exige un esfuerzo diario para obtenerlas. Esta es la tesis propuesta y lo que se sigue es un intento de sustentarla.
No puede soslayarse que nuestra Provincia fue una verdadera pionera en el sistema que nos rige y que, más temprano que tarde, se va replicando en todo el país.
Esta experiencia puede servir, además, para la incipiente reforma en el proceso civil. Aproveche también a ese fuero estos tambaleantes primeros pasos recorridos.
Allá por el 2006, una de las vedettes del Código fue la oralidad, no sólo de la etapa del plenario o debate (tal como preveían los sistemas mixtos) sino en todo el proceso. Basta de papeles, era hora que jueces, fiscales y defensores se vieran la cara; que participaran los verdaderos protagonistas del conflicto, que la sociedad escuchara al Poder Judicial en castellano.
La oralidad aseguraba, por otra parte, un trámite más rápido, neutralizaba la delegación, incentivaba la publicidad y la transparencia (García Yomha y Martínez, 2014). Una verdadera panacea.
Ahora bien, como ocurre en todos los primeros pasos, es inevitable trastabillar frente a algunos obstáculos. La oralidad, finalmente, no era un recurso mágico capaz de solucionar todos los problemas del Poder Judicial (¿acaso existe esto en algún ámbito de la vida?).
Meditaré acerca de algunas virtudes que conlleva la oralidad, desde la óptica del juez. Seguiré, para mi análisis, el esquema ideado por Aristóteles hace más de dos mil años: la virtud es el término medio entre dos vicios, uno por defecto y otro por exceso (Aristóteles, 1995).
Expondré, entonces, 5 virtudes (que en modo alguno pretenden ser exhaustivas) y los vicios que, por defecto y por exceso, pueden opacarlas en lo cotidiano hasta tornarlas en aspectos perniciosos. Me basaré para ello en las experiencias obtenidas en mis –casi- 8 años de juez penal.
La celeridad
¿Quién podría cuestionar que es preferible un proceso penal rápido a uno lento?
La lentitud del proceso es un aspecto sumamente preocupante del sistema judicial en su conjunto. En los procesos civiles -aun escriturarios- pueden constatarse juicios de décadas de duración. También, en el proceso federal suelen publicitarse sentencias de hechos ocurridos hace más de diez años.
Una sentencia con ese tránsito, aun cuando la decisión sea obra de Justiniano, resulta insatisfactoria.
Dentro del universo del proceso, también es evidente que decidir una prisión preventiva en un mismo día es preferible a que el imputado esté varios días sin escuchar cuál será su suerte.
Lo rápido es bueno, lo lento es malo.
Sin embargo, expuesto en estos términos absolutos la luz de alarma surge inmediatamente.
Momento, diremos. No todo lo lento es necesariamente malo y lo rápido necesariamente bueno. Y aquí, considero que se deja ver el primer vicio de la oralidad, por exceso de la celeridad: el vértigo.
Una decisión que define si una persona va a seguir presa, o no, es una decisión trascendente. Y como toda decisión trascendente, debe ser meditada, sopesadas sus razones, analizados los argumentos y luego, decidida.
También, pueden ser decisiones importantes las que definen nulidades, las que otorgan o no una suspensión de juicio a prueba o la prórroga de un período de investigación, entre otras.
Y aquí aparece una herramienta que, en mi caso particular, suelo desdeñar en la práctica diaria y podría utilizar con mayor frecuencia: el cuarto intermedio para analizar los planteos de las partes, evaluarlos y diagramar la justificación que se dará. Ese cuarto intermedio podrá variar en su longitud, dependiendo de la complejidad del asunto.
Entiendo que el juez debe ser sumamente prudente para definir si la decisión que habrá de dictar requiere un tiempo de meditación o no. Sin embargo, en el ejercicio del cargo, la automatización de prácticas puede llevar a desdeñar esta herramienta.
Este es un problema pues, como jueces, solemos estar seguros de nuestras decisiones: nuestra experiencia nos persuade que en el medio de la discusión la balanza ya se inclinó para uno u otro lado.
Pero aun cuando la decisión esté tomada, el juez la debe fundar. Y debe hacerlo en derecho. Y debe ser entendible. Y debe medir cada palabra, pues le es exigible la prudencia inherente al cargo de juzgador.
A veces los jueces solemos perder de vista la importancia de la función que desempeñamos, pues forma parte de nuestro diario trajinar.
Por supuesto que los jueces debemos cuidarnos de no abusar de esta herramienta propuesta y de utilizar el tiempo prudencial que exige cada resolutorio. Es vital entonces, como en la vida misma, la búsqueda de un equilibrio.
Pero sin dudas, debemos tomar conciencia del vértigo en el que podemos incurrir en el ejercicio cotidiano de la oralidad.
En el otro extremo, si bien una audiencia dura, en la mayoría de los casos, sólo unos minutos, si pese al exiguo tiempo que insume ella se fija para dentro de nueve meses, entonces la oralidad puede resultar más lenta que un trámite escrito. Si el juez pospone la decisión, si las partes piden varias veces postergaciones para discutir acuerdos, el sistema se lentifica, lo que puede desembocar en una burocratización, que imaginé como el vicio por defecto de la celeridad.
El juez no puede desentenderse de este aspecto relevante, más allá que la responsabilidad principal de todas las cuestiones logísticas y administrativas recae en la oficina judicial.
Sin embargo y en mi experiencia (que encierra una autocrítica) los jueces somos más proclives a caer en el vértigo que en la burocratización; al menos esa es mi lectura.
Decisión razonada
Un estudio norteamericano sostiene que existen dos formas de razonamiento humano: i) razonamiento intuitivo; ii) razonamiento reflexivo. El primero de ellos es el tipo de razonamiento que empleamos en las innumerables decisiones que tomamos en la vida diaria. Confiamos mucho en nuestras intuiciones. Sin embargo, en algunas ocasiones especialmente cruciales nos detenemos a hacer un análisis más riguroso: sopesamos pros y contras, lo consultamos con una persona de confianza, pensamos en alternativas, buscamos información. Este tipo de razonamiento es reflexivo y se diferencia cualitativamente del primero (Guthrie, Rachtlinsky y Bistrich, 2008).
En el estudio citado, los autores concluyen que la oralidad tiende a provocar decisiones basadas en la intuición y no en un razonamiento reflexivo. Y esa decisión intuitiva, que en la mayoría de los casos puede ser correcta, en otros puede fallar y así lo constataron los investigadores a través de cuestionarios realizados a los jueces norteamericanos (Guthrie, Rachtlinsky y Bistrich, 2008).
Finalmente, lo que los autores proponen son garantías de reaseguro: no es malo que un juez tome como punto de partida su intuición, pues se parte del presupuesto que se trata de personas idóneas, con experiencia y buen criterio. Pero a esa intuición, aconsejan una serie de garantías o reaseguros. La más relevante, a mi juicio, es la check-list, es decir una lista de chequeo, que el juez tenga a mano para los diferentes tipos de audiencias (Guthrie, Rachtlinsky y Bistrich, 2008).
Por ejemplo, imaginé que una lista de chequeo para una audiencia de control de detención, podría ser algo así:
CONTROL DE DETENCIÓN:
Aspecto temporal:
¿Cuánto tiempo transcurrió desde el presunto hecho hasta la detención?
¿Cuánto tiempo transcurrió desde la detención hasta el aviso al Ministerio Público Fiscal?
¿Cuánto tiempo transcurrió desde la detención hasta la audiencia de control de detención?
Aspecto espacial:
¿Cuánta distancia existe entre el lugar del presunto hecho y el lugar de la detención?
Aspecto cognoscitivo:
¿Se observó i) el hecho delictivo (flagrancia); ii) el momento inmediatamente posterior (cuasi flagrancia) o iii) al imputado con rastros o efectos o cualquier otra circunstancia de la que se pudiera deducir que habría participado en un delito (presunción de flagrancia)?
Aspecto relacional:
Lo percibió: i) el personal policial que aprehendió al imputado; ii) personal policial que no participó en la aprehensión; iii) un testigo; iv) la víctima.
Aspecto secuencial:
¿Hubo persecución ininterrumpida?
Aspecto evidencial:
¿Se encontró al imputado con efectos provenientes del presunto hecho delictivo?
¿Se encontró al imputado con marcas, lesiones, ropas rotas u otro aspecto coherente con el presunto hecho delictivo?
Quizás alguno de estos elementos puede llegar a escaparse del análisis de una respuesta puramente intuitiva.
Una decisión intuitiva puede llevarnos, en concreto, a tomar malas decisiones. Compartiré aquí una anécdota.
Cierto juez de la Capital Federal se enfrentaba con el inestable clima porteño. A la mañana amanecía frío y lluvioso y al mediodía salía el sol y se tornaba un día cálido y agradable. Este juez, por lo tanto, salía todas las mañanas con un paraguas y, por la tarde, al volver a su casa, dejaba el paraguas en su despacho; en parte por olvido, en parte por no necesitarlo. Esta dinámica se repitió varios días y los paraguas se fueron acumulando en el despacho. Un día, el buen juez fue a cortarse el pelo. Había varias personas esperando. Cuando terminó su corte, pagó, tomó el paraguas que estaba en el paragüero y abrió la puerta para irse. Antes de retirarse fue interrumpido por una de las personas que esperaba, quien en muy mal tono le dijo que le estaba robando su paraguas. El juez, para su vergüenza, admitió que se había equivocado, pues estos días andaba habitualmente con paraguas y se deshizo en disculpas.
Éstas fueron aceptadas a regañadientes por el damnificado. A la semana siguiente, el juez decidió volver con todos los paraguas que había dejado en su despacho y tomó el tren, trabajosamente, con 6 paraguas en sus manos. Al ir a sentarse en un asiento disponible, descubrió que su vecino de asiento era el mismo al que casi le había quitado el paraguas. Éste atinó a decir: Buena cosecha hoy, ¿no? El juez entendió en carne propia la injusticia de la conclusión extraída y se propuso nunca dictar una sentencia en base a prejuicios.
En conclusión, el juez en una audiencia oral puede tomar una decisión sensible, basada en su intuición, pero chequeada; en definitiva, una decisión razonada.
El vicio por defecto sería una decisión puramente intuitiva, que puede incluso caer en una decisión prejuiciosa.
Al vicio por exceso la llamaré decisión dogmática, basada exclusivamente en el razonamiento reflexivo. Esta decisión puede tender a desoír lo vivido en la inmediación y a recrear el esquema escriturario. Además, el principal obstáculo es la falta de tiempo para elucubrarla. Por otra parte, puede llevar a que la fundamentación sea larga, densa e incomprensible (especialmente para los no abogados).
Sin embargo, considero que el defecto del que más debemos cuidarnos los jueces es de la decisión puramente intuitiva y de su hipérbole: la decisión prejuiciosa.
El lenguaje sencillo
Uno de los mayores beneficios de la oralidad es que el imputado, la víctima y la sociedad toda pueden comprender mejor lo que decide el juez.
Dentro del proceso escriturario, la tradición forense se caracterizó por un lenguaje intrincado, retorcido e inaccesible para el lego. Con citas en latín y el uso del castellano antiguo, el extranjero a ese idioma lo sentía tan ajeno como el japonés.
El lenguaje oral es un puente que el sistema judicial tiende a la democracia: el pueblo sigue queriendo saber de qué se trata y el Poder Judicial está ya en condiciones de explicar la forma en como resuelve los pleitos y sus razones.
Ahora bien, el lenguaje sencillo corre el serio riesgo de tornarse en una charla de café; el lenguaje llano no debe caer en el lenguaje vulgar, que es su vicio por exceso.
Un juez debe ser claro, llano, comprensible, pero no debe perder de vista la seriedad de lo que está en juego. No puede recurrir a vulgaridades y sus razonamientos deben ser accesibles, pero también serios y rigurosos.
No es fácil lograr un equilibrio en este punto.
Tantos siglos de divorcio entre lenguaje jurídico y lenguaje común no son fáciles de restablecer al justo lugar.
Por otro lado, la oralidad no se diferenciaría en nada del proceso escriturario si la resolución oral fuera, en realidad, una resolución escrita leída, plagada de tecnicismos y latinismos. Un juez que escribe su resolución y la lee oralmente en un plazo determinado, no es oralidad, sino libreto verbalizado. No puede obviarse que pueden existir supuestos que ameriten una decisión escrita: mas ello debe ser una excepción y no la regla.
Este vicio por defecto lo llamaré lenguaje formalizado.
Merece llamar la atención que muchas veces el juez debe recurrir a un lenguaje técnico con términos que son jurídicos y no tienen una traducción al lenguaje común.
Por esta razón, el juez debe tener en cuenta el auditorio al que se dirige, y debe hacer un sinceramiento de los términos técnicos que son estrictamente necesarios para resolver del modo en que lo hace.
La autoridad
En el sistema mixto, la autoridad del juez de instrucción se asociaba más a la acumulación de roles: a las facultades investigativas y discrecionales que tenía, además de la dirección administrativa y de personal del tribunal; aspectos que fueron titulados como la degradación funcional del juez (Rúa y González, 2018).
Además, en un proceso escriturario (como lo era la etapa instructoria del sistema mixto) la autoridad también se vislumbraba en el hermetismo del imponente despacho cerrado, franqueado por la secretaria privada y precedido por una secretaría con varios empleados a cargo. Todo ello, destilaba respeto reverencial, el que muchas veces se confundía con la autoridad.
En el actual sistema procesal, la autoridad del juez se basa, entiendo, en tres aspectos: i) en el rol de director de las audiencias; ii) en el imperium y; iii) en ser quien dirime la controversia.
El último aspecto se relaciona con la actividad esencialmente jurisdiccional, cual es la decisión que debe tomar luego de la controversia o el planteo de las partes o de alguna de ellas.
El segundo tópico implica la facultad de poder avanzar sobre derechos reconocidos constitucionalmente, tales como la libertad ambulatoria, la privacidad del domicilio, etcétera.
Pero me interesa hacer hincapié en el primer aspecto, que se relaciona estrictamente con la oralidad.
No es fácil el rol de la autoridad en los días que corren. Con este panorama, el juez debe dirigir la audiencia con una prudencia muy especial, con un delicadísimo equilibrio entre la firmeza y el buen modo.
Si el juez no es firme en la sala de audiencias, si permite que un público hostil tome el control, si permite que las partes se falten el respecto o se lo falten al tribunal, entonces se caerá en el vicio por defecto que es el desorden.
En un sistema oral es esencial que la discusión transcurra por carriles normales, que cada uno pueda desarrollar sus argumentos con tranquilidad.
Aprecio que, con el objetivo de poder ejercer una verdadera autoridad dentro de la sala de audiencias, con el fin de conducir correctamente la discusión del caso, resulta primordial que el juez cuente con herramientas disciplinarias más eficaces que las que actualmente existen normativamente.
Dentro del proceso norteamericano (en cierta medida el norte del sistema que nos rige) se concibe la figura del juez como una autoridad indiscutida dentro de la sala de audiencias, previéndose diferentes herramientas disciplinarias. La autoridad del juez no se confunde, por otra parte, con los roles de las partes. El fiscal tiene el rol investigador y acusador, y pese a que el juez tiene la autoridad indiscutida, no se inmiscuye en su trabajo.
Es este un delicado equilibrio que no es fácil de lograr en los primeros pasos de oralidad plena.
El vicio por exceso de la virtud de la autoridad es el autoritarismo. El juez debe ser un árbitro equilibrado, que destile prudencia y buenas maneras. No puede el juez excederse, ni tornarse arbitrario, ni ensañarse con alguna de las partes o el público. Nos es exigible actuar con mesura y paciencia, lo que resulta extremadamente difícil, mucho más con la poca experiencia que tiene nuestro país en materia de audiencias verdaderamente orales.
El rol conciliador
Las audiencias previas al debate, especialmente en los delitos de media o menor lesividad, son audiencias multipropósito (Rúa y González, 2018), en las que uno de los principales roles que debe ejercer el juez es acercar al imputado y a la víctima en la búsqueda de solucionar el conflicto.
Cada audiencia, además de cumplir la finalidad para la que fue fijada, es una oportunidad para que los protagonistas puedan escucharse e intentar superar las diferencias que los separan.
Después de todo, no debe perderse de vista que la audiencia es un ritual de pacificación (Binder, 2015).
Por ello, como jueces debemos tener internalizado nuestro rol de conciliadores.
Sin embargo, la sala de audiencias no puede convertirse en una sesión psicológica: debemos evitar confundir el rol de conciliadores con el rol de terapeutas, que sería el vicio por exceso.
Por su parte, si el juez se limita a cumplir el fin de la audiencia (por ejemplo, audiencia del art. 274 del CPP) sin prestar atención a que se encuentran presentes los protagonistas, estaríamos cayendo en el vicio del rol mecánico, que es el vicio por defecto. Al respecto, víctima e imputado pueden querer hablar y quizás se puede estar dejando pasar la oportunidad de escucharse en un ámbito formalizado, que garantiza un mínimo respeto entre ambos y neutraliza la posibilidad de la utilización de la violencia física.
Conclusión
Me he permitido reflexionar sobre algunas de las virtudes de la oralidad –desde el punto de vista del juez- en la práctica del sistema penal que nos rige, las que pudieron ser constatadas en estos 13 años de recorrido.
Pero también me he permitido alertar sobre los vicios que, por exceso y por defecto, pueden aparecer en el ejercicio de nuestra función tornando lo que -a priori- resultaba beneficioso en algo negativo.
En un cuadro, se podría diagramar así:
Virtud Vicio por exceso Vicio por defecto
1. Celeridad Vértigo Burocratización
2. Decisión razonada Decisión puramente intuitiva Decisión dogmática
3. Lenguaje sencillo Lenguaje vulgar Lenguaje formalizado
4. Autoridad Autoritarismo Desorden
5. Rol conciliador Rol terapéutico Rol mecánico
Estoy convencido que como jueces debemos estar abiertos a una actitud autocrítica, para realizar una especie de psicoanálisis jurídico introspectivo, con el objetivo de apuntalar las virtudes y evitar caer en aquel vicio sobre el que naturalmente tendemos a desplazarnos.
En definitiva, participo de la idea de reafirmar la oralidad como algo beneficioso para el procedimiento. Pero también estoy persuadido que el provecho que puede extraerse de la oralidad no se obtiene por decantación automática, sino que nos exige un esfuerzo diario en la búsqueda del justo medio aristotélico.
Referencias:
– Aristóteles. (1995). Ética Nicomaquea. Madrid, España: Planeta De Agostini.
– Binder, A.M. (2015). Elogio de la audiencia oral y pública. En Rojas, J.A. Derecho procesal y teoría general del derecho (pp. 111-130). Santa Fe, Argentina: Rubinzal-Culzoni.
– García Yomha, D. y Martínez, D. La etapa preparatoria en el sistema adversarial. Buenos Aires, Argentina: Editores del Puerto.
– Guthrie, C., Rachlinski, J.J., Bistrich, A.J. (2007). Blinking on the bench: How judges decide cases. Cornell Law Review, Faculty publications. Paper 917. Recuperado de https://scholarship.law.cornell.edu/cgi/viewcontent.cgi?referer=https://www.google.com/&httpsredir=1&article=1707&context=facpub
– Rua, G. y González, L. (2018). El rol del juez en un sistema adversarial. Fundamentos y técnicas de conducción de audiencias. Sistemas judiciales. Una perspectiva integral sobre la administración de justicia. Año 17, N° 21, pp. 80-103.
*Martín O´Connor, Juez Penal de Esquel, Chubut.