*Por Alejandro Panizzi
Cuando éramos veinteañeros mi mejor amigo, el ineficaz musicólogo Beto Madotto, compuso una serie de piezas en las que se proponía fusionar ciertas cadencias populares de la tradición celta de Europa Occidental con ritmos negros del Perú y el Jazz más primitivo.
La derivación, afectada, además, por su incomparable falta de talento, fue una porquería. A pesar de la apatía de la crítica y la absoluta intrascendencia, no cejó en sus esfuerzos. Merced a un espíritu tenaz, inaccesible a la frustración, Madotto procuró incursionar en el cancionero entrerriano, basado en la chamarrita, con idéntica consecuencia.
Estos resultados explican por qué su influencia en la música popular ha dejado una impronta nula o imperceptible. De la misma manera en que Madotto fatigaba las partituras, los jueces de la Argentina, durante décadas nos hemos empeñado, con igual resultado que el obtenido por nuestro músico, en administrar organizaciones.
En el año 2006 se nos encomendó a los tres ministros de la Sala Penal del Superior Tribunal de Justicia la implementación del entonces nuevo Código Procesal Penal de la Provincia del Chubut. Las dificultades que tuvimos que sortear no fueron menores a las que desbarataron la efímera trayectoria musical de Madotto. Los anticuerpos contra la reforma fueron plurales y de las más variadas coloraciones. La mayor resistencia frente al cambio provenía del interior del Poder Judicial y era ejercida por los propios actores que componen el elenco del proceso penal.
Ante la inminencia del nuevo reglamento para juicios penales los abogados particulares se quejaban de que los expedientes les serían ocultados por los fiscales. Éstos se lamentaban porque no podrían afrontar las investigaciones que hasta entonces estaban en manos de los jueces de instrucción. El sindicato de empleados de tribunales alzó su voz alertando que la reforma era parte de un siniestro plan del Banco Mundial. Los magistrados, en especial, los más veteranos, se alarmaron porque perderían el poder que les confería el código mixto; y los entrerrianos seguían protestando contra las peripecias musicales de Madotto. Una vez implementado el nuevo reglamento procesal se comprobó que todos los temores –a las funestas consecuencias de la reforma– eran infundados.
La necesidad de conferir eficacia y eficiencia a sistemas de gestión judicial propios de siglos anteriores ya era una verdad incontrastable. Pero, hasta entonces, las prácticas tradicionales de transformación de los reglamentos procesales no fueron capaces de interpretar la importancia de la gestión judicial. Cambiar ese estado de cosas implicaría batallar contra muchos estorbos, resistencias (abiertas o solapadas) e insuficiencias presupuestarias. Para lo cual, fue preciso implementar, ante todo, un cambio cultural por medio de nuevos métodos de gestión. Desde luego, la capacitación para afrontar cambios no se obtiene asistiendo a conferencias, sino también por medio de la experiencia, de la que surge la innovación.
De modo que los antiguos problemas que arrastraba la justicia penal, desde hacía décadas, requerían, para su solución, de un cambio cultural antes que de un proceso tan engorroso como el que las provocó. Hasta la reforma, las estructuras judiciales del fuero penal estaban presididas por un juez unipersonal con una exacerbada responsabilidad y una cantidad descomunal de funciones. A cargo de la organización-juzgado estaba el propio juez que ejercía las tareas administrativas (licencias de empleados, insumos, superintendencia edilicia, etc.) simultáneamente que la jurisdiccional. Es decir que, a la cabeza de la organización había una persona que carecía por completo de formación, capacitación y experiencia gerenciales. Además, por lo general, esas estructuras no contaban con los elementos imprescindibles para un desempeño adecuado y llevar a cabo las tareas (personal, adiestramiento, espacio y herramientas tecnológicas).
Hoy sabemos que la función administrativa de cada organismo judicial debe estar exclusivamente a cargo de profesionales calificados en esa especialidad y no debe superponerse con la jurisdiccional. Como anoté antes, los jueces rara vez adquirieron aptitud para administrar una organización ni se los habilitó técnicamente para ello. En los nuevos procesos penales, los magistrados conservan su jurisdicción –como es obvio– pero están desprovistos de toda función administrativa y de gestión. En todas las organizaciones, el resultado de la gestión está directamente vinculado con lo que los agentes aplican en su puesto de trabajo. Según la formación y la capacitación recibida, con creatividad y conocimientos específicos, que son los que califican la competencia profesional.
Con el antiguo esquema, la duración de los trámites iba más allá de los límites de cualquier entendimiento posible. La saturación de las estructuras judiciales por sobrecarga de trabajo, la paulatina dilatación de los procedimientos burocráticos generaba, además, la falta de estímulo de sus integrantes. Los expedientes lo percibían. Se hacinaban sin sentencia, habituados, ociosos y cubiertas sus carátulas de polvo, en depósitos judiciales, junto a pistolas, sangre seca, objetos robados y puñales.
Solemos escuchar que actualmente el cambio de paradigmas resulta fundamental en todos los órdenes de la vida, que es preciso hacer hincapié en los cambios de mentalidad con respecto a la gestión de las organizaciones, porque de ello dependerán las transformaciones estratégicas. Llamamos paradigma a cada uno de los esquemas que emplean las organizaciones para lograr un fin, coordinando las personas y los medios apropiados. La construcción de nuevos paradigmas es imprescindible para que el sistema de justicia garantice: la eficacia de los juicios (aptitud que el proceso funcione como se espera); la eficiencia (capacidad para conseguir buenos resultados); la celeridad (finalización en tiempo breve o razonable) y la transparencia de los procesos (celebrados en audiencias públicas y orales).
En las organizaciones judiciales la propuesta de cambios substanciales, habitualmente, es resistida por la mayoría de los funcionarios y genera opiniones mayoritariamente contrarias a su puesta en efecto. Hay un conjunto de fenómenos de autorregulación, que conducen al mantenimiento de las condiciones establecidas en la composición y características de los procesos de trabajo de cada organismo. Los cambios en ciernes en el ámbito judicial generan temor en jueces, defensores, fiscales, defensores oficiales, empleados y abogados del foro. Esta incertidumbre con respecto al futuro de los organismos, que permanecieron relativamente en equilibrio durante mucho tiempo, consiste en un temor común: el de cambiar, caer o desaparecer. Lo cual puede llegar a ser muy perjudicial si no se cuenta con la preparación adecuada para llevar la gestión administrativa de cambio de la institución. De lo que se trata, es de incorporar nuevas herramientas de gestión, de administración y de organizaciones, que son completamente ajenas a la formación de quienes revistamos en el poder judicial. Por ejemplo los procesos de trabajo, la estadística aplicada, planeación estratégica, la reingeniería de procesos, gestión de calidad total, reestructuración organizacional, etcétera. Las estrategias para el cambio son planes para obtener resultados coherentes y eficientes de los objetivos que al
Poder Judicial le confiere la Constitución. Desde luego, para ello es preciso contar con las normas correspondientes y disponer del presupuesto apropiado. El correcto funcionamiento del Poder Judicial es esencial en un país. No solo para el correcto desenvolvimiento de la república sino para asegurar la economía. Por ello, es función del Poder Judicial dar a conocer que la administración de justicia y el ordenamiento jurídico son fundamentales. También es una tarea importante para las cortes elaborar y poner en acto una política de prensa de los poderes judiciales, que permita tanto la difusión de resoluciones judiciales relevantes, como la adecuada comprensión de la sociedad de la función constitucional del Poder Judicial.
La administración, la gestión, el manejo del personal y –más importante aun– la gerencia de todos los procesos judiciales debe estar a cargo de la Oficina judicial (oficina de gestión). Ésta debe ser un organismo vigoroso, ya que será «el corazón» del nuevo reglamento procesal, con funciones que van más allá de las que puedan atribuirles los códigos rituales. ¿Acaso ello significa que los juzgados deberían dejar de existir? Respuesta: sí. Los juzgados de todos los fueros deben ser reemplazados por oficinas de gestión, quedando reservada a los magistrados únicamente la tarea de juzgar. Que pa’eso están, ¿no? La Oficina Judicial es la encargada de evitar racionalmente la duplicación de tareas y suprimir las superfluas, asignar específicamente a cada agente de la organización judicial una responsabilidad y autoridad para la ejecución eficiente de sus tareas, establecer canales adecuados de comunicación y gestionar los procesos. Queda mucho por hacer para poner en actividad un sistema de justicia realmente eficiente.
Es preciso aplicar métodos diferentes, incorporar nuevas tecnologías a las diligencias procesales, adoptar medidas esenciales, etcétera. Alejada por completo de la actividad artística, la voz grave de Madotto, hereditaria de un acento italiano apenas perceptible, conduce una promisoria empresa en el Gran Buenos Aires, con todo éxito. Y afirma que todos los habitantes del país tenemos el derecho a una administración de justicia de calidad. Para lo cual no bastan ni la mejor suerte ni la teoría más calificada.
*Dr. Alejandro Panizzi, Presidente del Superior Tribunal de Justicia.